domingo, 3 de mayo de 2015

LA CRISIS Y LA QUIEBRA DE LA HEGEMONÍA NEOLIBERAL




“Cuando el poder político se posee porque se posee poder económico o riqueza […] estamos ante un  gobierno oligárquico, y cuando la clase no propietaria tiene el poder, ante un gobierno democrático” 

Aristóteles


"La mal llamada libertad económica, al justificar la inhibición del Estado, permite el sometimiento de los débiles y acaba por la instauración de una férrea dictadura económica perfectamente disimulada que pone en las manos de unos pocos la posibilidad de explotar científicamente a los demás"

Narciso Perales


En sociología del conocimiento, en sentido neutro y sin las connotaciones peyorativas introducidas por Marx en el concepto, se denomina ideología al conjunto de ideas que forman parte de un sistema de creencias, más o menos sistemático, que intentan explicar al hombre y el mundo, a la vez que orientar su conducta a partir de ciertos valores aceptados como correctos. En este sentido, toda teoría del mundo es una ideología, pero de forma más general podemos decir que una ideología representa un modelo de sociedad, existente o imaginado, que pretende imponerse o preservarse. Por esa razón es imposible ser ajeno a las ideologías, de la misma forma que es imposible que una política económica pueda sea neutral, ya que toda política económica es, por definición, el resultado de una decisión política tomada como consecuencia de una determinada ideología, que está encaminada a alcanzar un modelo de sociedad. Esto significa que cualquier decisión de política económica, por aséptica y técnica que pueda parecer, se alimenta de una ideología concreta. Por lo tanto, en toda sociedad siempre impera un ideal dominante, es decir, una determinada ideología, que lo abarca todo y que hace que exista un consenso de la mayoría de la población sobre los temas políticos fundamentales, que es el reflejo de la ideología dominante y del que nacen conceptos jurídicos como el de “orden público”, aplicados a la interpretación de las leyes, o culturales como el de “sentido común” aplicado a las relaciones sociales. Y es que en cada momento histórico hay una ideología dominante que opera como nexo de unión de las ideas que sostienen un determinado modelo de sociedad[1]. La hegemonía se alcanza cuando una determinada ideología se convierte en dominante en la sociedad, de tal forma que crea el consenso social acerca de las ideas clave, y lo traslada a sus instituciones (leyes. costumbres, valores, etcétera), con las que organiza la vida de la comunidad en un sentido determinado, al menos, temporalmente, ya que las instituciones nunca son permanentes sino que cambian a lo largo del proceso histórico vital de una determinada comunidad. Así, cualquier conjunto de instituciones es, por un lado, dinámico o cambiante en el tiempo y, por otro, operativo o funcional en un determinado modelo de sociedad. La ideología dominante y sus instituciones permiten que su modelo de sociedad se consolide, en tanto no sea sustituido por otro modelo sostenido por otra ideología. Cuando otras formas de concebir la existencia, otras ideologías, se extienden, se constituyen en una amenaza para la pervivencia del orden dominante, a la que disputan la hegemonía a la ideología establecida para provocar un cambio en la sociedad, abocando a la ideología hasta entonces dominante y al modelo de sociedad que representa a su final.

En definitiva, una ideología representa una determinada concepción del mundo, que cuando alcanza una posición hegemónica en el terreno de las ideas se impone en la sociedad. De aquí la importancia de la lucha ideológica y del control de los medios de comunicación y de los creadores de opinión, pues es en el terreno de las ideas, en el que se produce el primer contacto en la lucha por la hegemonía entre dos ideologías.
¡No hay alternativa!

A comienzos de la década de los setenta, el neoliberalismo alcanzó la hegemonía intelectual y política dentro del capitalismo, logrando un dominio ideológico absoluto frente a otras tendencias derechistas, y sus políticas tuvieron enormes consecuencias sobre la forma en la que se configuraron en lo sucesivo las economías capitalistas. A partir de este momento, se nos impusieron las privatizaciones de los servicios públicos, la destrucción de los derechos de los trabajadores y la libre circulación de mercancías y capitales. El neoliberalismo cambió así las relaciones de fuerza entre capital y trabajo y la estructura económica y social de las economías desarrolladas, y para lograrlo, los sindicatos, que encuadraban a los obreros de las grandes empresas industriales, perdieron fuerza debido al crecimiento del sector terciario y a la deslocalización de empresas a países del Tercer Mundo. La pérdida de la hegemonía puso a la defensiva a una izquierda que, en cierto sentido, había interiorizado la tesis del “fin de la Historia” de Fukuyama tras la caída del comunismo, y la idea acuñada en la frase de Thatcher de que: “No hay alternativa”. 

La Gran Recesión de 2008 ha puesto de manifiesto, que las crisis recurrentes del capitalismo no se deben a las intervenciones de los estados distorsionadoras del mercado, sino que forman parte intrínseca del propio sistema capitalista. Cuando llegó la crisis, la izquierda no era hegemónica y sus gobiernos fueron en todo el mundo las primeras víctimas del descontento de cualquier índole, dada su carencia de discurso ideológico propio válido para enfrentar la situación. Tras el fracaso de los socialdemócratas en el período 2008 a 2011, resurgió el predominio mundial generalizado de los neoliberales y de los partidos de derecha, desconcertando a los partidos de izquierda que hasta que llegó la crisis, estaban seguros de haber recuperado en parte el terreno intelectual perdido tras décadas de hegemonía neoliberal. Con total descaro, los neoliberales depusieron a los partidos socialdemócratas tras los primeros aspavientos de estos para contener los efectos de la crisis, de la que nunca llegaron a comprender ni su origen ni su alcance, siendo sustituidos sin miramientos por tecnócratas de las grandes corporaciones bancarias y las agencias de rating. Paralelamente, las instituciones financieras que habían precipitado la crisis y que habían sido rescatadas por los gobiernos, volvían a obtener beneficios semejantes a los que obtenían antes de 2007 y financiaban a la derecha emergente, que se presentaba no como el origen de la recesión, sino como el remedio a la misma con sus recetas de la llamada austeridad. Al igual que ocurrió en los años treinta y cuarenta, cuando los liberales se retiraron a su guarida de Mont Pelerin en 1947 junto a su chamán Hayek, lejos de que la crisis económica supusiera una sacudida para sus esquemas ideológicos, el fracaso de la economía neoliberal los condujo a la intransigencia y a la reiteración de sus dogmas, volviendo a sus viejas recetas de recortar el gasto público como panacea para todos los males. Visto en perspectiva, quizás acertaron manteniéndose inflexibles, porque contra todo pronóstico la crisis no les ha hecho perder su posición hegemónica. Aunque en realidad, los neoliberales no están ganando por omisión, por su ausencia, sino porque nunca desaprovechan el estado de perplejidad de una sociedad que ignora lo que le está ocurriendo, para ejecutar su proyecto de ingeniería social y económica. Y ningún momento de mayor parálisis social, que el vivido en los años psoteriores a la crisis de 2007, después de un prolongado período de optimismo económico basado en un crecimiento económico con origen exclusivo en la generación de deuda nacida de la acumulación de capitales fruto de las persistentes reducciones fiscales a los más ricos y al aumento de las tasas de beneficios de las grandes corporaciones.

Friedrich Von Hayek


Pero la supervivencia de los neoliberales más allá de la Gran Recesión de 2008, no ha hecho sino mostrar la verdadera esencia de los mecanismos institucionales que hasta ahora se habían presentado como legítimos, que se han revelado inútiles para representar la voluntad popular, porque en nuestra sociedad el verdadero poder no se encuentra en las instituciones políticas, sino que se encuentra “privatizado”, está en el dinero, somos una soceidad plutocrática. Son las grandes empresas y fortunas, a las que a veces llamamos mercados, las que son capaces de doblegar los intereses del estado a través de los mecanismos económicos de chantaje y extorsión. El poder real es fundamentalmente poder económico, y este no está sujeto a elección ninguna. Manda quién más tiene y no quién más votos recibe. Votamos cada cuatro años, en un procedimiento litúrgico que ni siquiera garantiza que los programas electorales se cumplan, y que en realidad sólo sirve como coartada para conceder legitimidad a esta ficción democrática. 

La crisis ha revelado la verdadera naturaleza plutocrática y oligárquica de nuestra sociedad, y esto ha provocado una deriva ideológica y política que no se conforma sólo con cuestionar las políticas económicas que han conducido a la crisis, sino que también pone en cuestión a las instituciones políticas españolas y europeas (Congreso, Senado, comunidades autónomas, Unión Europea, Constitución de 1978, etcétera) que están perdiendo legitimidad. Por otra parte, la contestación ciudadana no sólo está cuestionando las instituciones, sino que ha empezado a discutir la ideología dominante, que en lo referente a la economía sufre merecidamente el mismo desprestigio. ¿Quién puede creer en la desregulación del sistema financiero cuando esté ha conducido a la mayor crisis económica desde 1929? ¿Cómo justificar la retirada de las prestaciones por desempleo cuando más desempleados hay? ¿Cómo justificar las ayudas a los mismos bancos responsables de la situación actual y de miles de familais sin hogar? ¿De qué sirven la Unión Europea sus instituciones, si su único papel es el de garante de los intereses del sistema financiero? En definitiva, ¿de qué sirven estas instituciones y su ideología, si no son útiles para resolver los problemas reales de los ciudadanos?

Esta es la razón, por la que el sistema jurídico y la Constitución de 1978 han mostrado su vulnerabilidad poniendo de manifiesto su distancia con la ciudadanía, su legitimidad. Una distancia que sólo puede reducirse a través de modificaciones legales e institucionales que transciendan nuestra Constitución y el actual marco de la Unión Europea, para caminar hacia un régimen legítimo. La sensación generalizada es que estas instituciones no han sido capaces de dar, o no han querido dar, una solución al problema, por lo que como respuesta instintiva, la población las ha declarado inútiles e ineficaces. Ello explica la creciente desafección por la política y sus instituciones, la percepción de que los políticos y la política no son parte de la solución, sino del problema, tal y como reiteradamente se viene poniendo de manifiesto en las estadísticas oficiales. La política institucional ha pasado a ser considerada una herramienta no válida para solucionar los problemas reales de los ciudadanos, y como consecuencia de ese deterioro progresivo de su legitimidad, reflejado en la caída de los salarios, el aumento de la desigualdad y la pobreza, el recorte del sistema de pensiones, de la educación y la sanidad públicas y, sobre todo, el desempleo, el sistema político es cuestionado. Se cuestionan las instituciones políticas, y se cuestiona esta democracia, y se llega a la conclusión de que el modelo de 1978 está caducado y que hay ir a un nuevo régimen, que subordine el poder económico a un poder político basado en leyes justas dictadas al servicio del interés general.  

Cualquier modelo económico requiere un modelo de sociedad que le sea funcional, es decir, necesita que se modifiquen las relaciones entre los ciudadanos, las relaciones laborales entre capital y trabajo y las relaciones entre los ciudadanos y los Estados en el sentido acorde con la ideología dominante que lo impone, por lo que no cabe dudar de que la política que se está llevando a cabo en toda Europa, y específicamente en España, es una estrategia que responde a una decisión ideológica, es decir, que persigue un determinado modelo de sociedad. Más concretamente, las medidas económicas adoptadas por los gobiernos desde la crisis se estructuran en tres ejes: la consolidación presupuestaria, la confianza en los mercados internacionales de deuda y la reestructuración de los fundamentos económicos de la sociedad. De estas tres líneas políticas resulta un modelo, en el que el orden social se recompone a partir de un empobrecimiento de la mayoría de la población, en beneficio de las grandes fortunas vinculadas a la propiedad del capital financiero de los bancos, y del gran capital productivo grandes empresas. Las empresas que componene el índice busrsatil del Ibex35. Detrás de estas políticas, hay una teoría económica (la teoría neoclásica) basada en el pensamiento neoliberal, que utiliza la crisis como una estrategia para lograr sus objetivos. Según su ideología, los problemas de desempleo se derivan de un mal funcionamiento del mercado de trabajo derivado lo que eufemísticamente llaman “rigideces del mercado laboral”, en alusión a los derechos de los trabajadores, y los problemas de competitividad y de crecimiento económico, se deben a salarios relativamente altos, y los problemas de financiación de la economía real se deben a un exceso de gasto y deuda públicos, y a la falta de confianza de “los mercados”. Asistimos, pues, a una reordenación de las clases sociales de nuestro país nacida de estos dogmas económicos, a partir de los cuales diseñan sus estrategias y medidas económicas las instituciones europeas y nacionales. Esta es la estrategia seguida por la Comisión Europea, el FMI y el Banco Central Europeo, que es compartida por el Partido Popular y por el Partido Socialista y los partidos periféricos del régimen del 78, que fueron quienes reformaron la Constitución, para institucionalizar la consolidación presupuestaria y otorgar prioridad al pago de la deuda externa, como reconocía la propia ley orgánica de reforma constitucional que en su exposición de motivos decía que “se establece la prioridad absoluta de pago de los intereses y el capital de la deuda pública frete a cualquier otro tipo de gasto, tal y como establece la Constitución”.


En suma, las “reformas” gubernamentales han demostrado ser superficiales en el mejor de los casos, tanto en España como en Europa o EE.UU. Tras la masiva inyección de capitales públicos en el sistema financiero posterior a la crisis, las burbujas han retornado con sorprendente rapidez a la especulación en productos básicos, ante el desinterés generalizado de los ciudadanos que centran su interés en los programas de austeridad del Gobierno como respuesta básica a la crisis, demostrando con ello que el discurso público ha degenerado a un nivel analítico propio de los años treinta. La crisis actual es un momento político decisivo para quienes están convencidos de que las actuales estructuras de mercado deben subordinarse a los proyectos políticos orientados a la mejora del ser humano, y no me refiero a esa izquierda formada por unos pocos místicos ignorantes seguros de la inminencia del acaecimiento del levantamiento del proletariado, de la misma manera que los “cristianos sionistas renacidos” esperan el “arrebatamiento en el final de los tiempos”, y que en ambos casos creen que los conducirá de forma inexorable a su remisión. Es prioritario construir una alternativa al neoliberalismo capaz de alcanzar la hegemonía, y para ello es fundamental discernir hasta qué punto el resurgimiento inesperado de la derecha tras la crisis, obedece a la existencia de una infraestructura cultural neoliberal que se desarrolló durante el período de 1980 a 2008; y, por otro lado, en qué medida la izquierda ha sido artífice de su propio aniquilamiento dada su escisión en el S. XX en dos mundos: el de la socialdemocracia, mera gestora del capitalismo y de la progresividad del sistema fiscal; y el del comunismo, el mayor sistema represivo organizado en campos de concentración conocido por el ser humano. 

Los miembros de la izquierda nominal descartaron hace tiempo la escatología marxista del colapso del capitalismo y la transición al socialismo como explicación completa y exacta de la realidad, y se han quedado sumidos en una ignorancia e incomprensión de lo acontecido, que los obliga a aferrarse a los dogmas marxistas prescindiendo de su desigual vigencia, para poder ocultar su fracaso ideológico.

En conclusión, los neoliberales han desarrollado una sofisticada postura respecto al conocimiento y la ignorancia, y entender cómo el neoliberalismo logra emplear la ignorancia como herramienta política que salvaguarde su hegemonía, indica que, a la vista de la obsolescencia de la izquierda, quizá ha llegado el momento de que reinventemos una nueva sociología del conocimiento plausible, como único camino para ganar la batalla de las ideas al neoliberalismo.



[1] Ésta es la definición de “hegemonía” de Gramsci.

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