(Prólogo al manifiesto de la izquierda nacional)
Las clases trabajadoras de los países desarrollados asisten a un deterioro continuado de sus derechos laborales y de sus salarios reales desde los años ochenta. Se trata de un formidable ataque de las nuevas formas del capitalismo ‒el capitalismo global‒ contra las conquistas laborales de los trabajadores y el modelo social europeo.
La humanidad carece hoy por hoy de la posibilidad de construir una autoridad política mundial capaz de sobreponerse al poder del dinero. Solo los Estados nacionales y aquellas instituciones supranacionales que se apoyen en ellos tienen la posibilidad de someter el poder del dinero a los valores de la civilización y a los intereses de las clases trabajadoras. Por eso, en la era del capitalismo global, la izquierda nacional es la izquierda a secas, la única izquierda posible.
En los años treinta y cuarenta, cuando los liberales se retiraron a su guarida de Mont Pelerin[1] en 1947 junto a su chamán Hayek, lejos de que la crisis económica supusiera una sacudida para sus esquemas ideológicos, el fracaso de la economía neoliberal los condujo a la intransigencia y a la reiteración de sus dogmas, volviendo a sus viejas recetas de recortar el gasto público como panacea para todos los males. Visto en perspectiva, quizás acertaron manteniéndose inflexibles, porque contra todo pronóstico la crisis no les ha hecho perder su posición hegemónica. Aunque en realidad, los neoliberales no están ganando por omisión, por su ausencia, sino porque nunca desaprovechan el estado de perplejidad de una sociedad que ignora lo que le está ocurriendo, para ejecutar su proyecto de ingeniería social y económica. Y ningún momento de mayor parálisis social, que el vivido en los años posteriores a la crisis de 2008,, después de un prolongado período de optimismo económico basado en un crecimiento económico con origen exclusivo en la generación de deuda nacida de la acumulación de capitales fruto de las persistentes reducciones fiscales a los más ricos y al aumento de las tasas de beneficios de las grandes corporaciones, que tuvo su origen a comienzos de la década de los setenta, momento en el que el neoliberalismo alcanzó la hegemonía intelectual y política dentro del capitalismo, logrando un dominio ideológico absoluto frente a otras tendencias derechistas. Sus políticas tuvieron enormes consecuencias sobre la forma en la que se configuraron en lo sucesivo las economías capitalistas. A partir de este momento, se impusieron las privatizaciones de los servicios públicos, la destrucción de los derechos de los trabajadores y la libre circulación de mercancías y capitales. El neoliberalismo cambió así las relaciones de fuerza entre capital y trabajo y la estructura económica y social de las economías desarrolladas. Y para lograrlo, los sindicatos, que encuadraban a los obreros de las grandes empresas industriales, perdieron fuerza debido al crecimiento del sector terciario y a la deslocalización de empresas a países del Tercer Mundo. Esta pérdida de la hegemonía ideológica, dio lugar a la aparición de la “nueva izquierda”, que, en cierto sentido, había interiorizado la tesis del “fin de la Historia” de Fukuyama tras la caída del comunismo, y la idea acuñada en la frase de Thatcher de que: “No hay alternativa”.
Hayek |
El triunfo de las ideas derechistas a comienzos de los setenta, coincidió con el momento en el que los intereses del sistema financiero se estaban internacionalizando y coincidían con los de las grandes empresas transnacionales y corporaciones. Esta coincidencia de intereses hizo que desde los “think tanks” promovidos por el dinero de las multinacionales y los bancos, se fuera imponiendo una nueva corriente ideológica dentro de las ideas liberales clásicas, que aportaba una visión cada vez más optimista de las posibilidades de expansión del capitalismo, que superaba los límites de las legislaciones estatales que imponían barreras y límites entre los diferentes mercados nacionales. Esta corriente ideológica recibió el nombre de Neoliberalismo.
Estas legislaciones nacionales se alzaban
como un obstáculo para la construcción de un único mercado internacional, que
redujera los costes y aumentara los márgenes de beneficio. Para superarlas,
esencialmente en los países menos desarrollados, se promovió el endeudamiento
de los Estados como forma de debilitar a los mismos, aunque el escenario
político internacional, la llamada “Guerra
Fría”, hiciera que se tolerase un mayor grado de fortaleza en los Estados
como medio para evitar cualquier proceso revolucionario en los mismos. Por esta
razón, los Estados seguían siendo soberanos y esto hacía que preservaran la
mayor parte de los recursos nacionales de sus países.
La base esencial del fenómeno llamado “globalización”, no es otra que la
disolución progresiva y controlada de los Estados nacionales, para facilitar la
aparición de un mercado mundial que permita aumentar los márgenes de beneficio
de las grandes corporaciones, y un medio de asegurar la hegemonía imperial de
los EE.UU. Básicamente, la “globalización”
supone en sí misma una primera privatización, la del poder político que pasa de
los Estados a las corporaciones.
La disolución del Estado como objetivo no
es un hecho novedoso, partiendo del cuerpo ideológico liberal nacido de la
Revolución ilustrada, coinciden en sus objetivos de destrucción del Estado como
meta de su desarrollo: el anarquismo, el comunismo y el liberalismo
capitalista. No en vano Zbigniew Brzezinski propuso en 1971 encontrarse “a mitad de camino con el bloque comunista”.
La caída del bloque soviético en 1989,
hizo desaparecer la necesidad de mantener la fortaleza de los Estados
nacionales, además de asociar la intervención del Estado en la economía al
dirigismo del Estado comunista que se había derrumbado. Resulta evidente que la
proposición de Brzezinsky se ha cumplido, y que en gran medida este “encuentro” permite explicar el colapso
del poder de la URSS, más allá de las explicaciones hagiográficas acerca de la
intervención personal de Reagan, Thatcher o Juan Pablo II. Desde una
perspectiva atenta a la realidad geopolítica y económica, la caída del Estado
soviético no fue sino el comienzo de la “globalización”,
el primer paso hacia la disolución de los Estados-Nación.
A escala nacional, la “globalización” implica una reducción estructural del Estado a su
mínima expresión, ya que según argumentan los neoliberales, la experiencia
histórica demuestra que el Estado es “un
mal administrador”. Por lo que, partiendo de esta idea, y tras la caída de
la URSS, se inició por parte de los “think
tanks” dependientes de las corporaciones transnacionales y de sus
políticos, una intensa campaña ideológica basada en los siguientes argumentos:
- Los mercados son siempre más eficientes que los Estados en el uso de los recursos. (Las reiteradas crisis alimentarias y financieras de las últimas décadas, han demostrado este argumento como falso);
- No es función del Estado realizar funciones económicas rentables, debiendo limitarse a controlar los excesos del mercado y sólo debe concurrir allí dónde la actividad económica no sea rentable, cumpliendo una “función de subsidiariedad”. (Esta idea significa reducir la actividad del Estado a aquéllas actividades económicamente no rentables con independencia de la naturaleza de las mismas, privando al Estado de ingresos por estos conceptos y reduciendo los mismos a los impuestos, que al tiempo se exige sean reducidos. Es decir, finalmente sólo perciben determinados servicios básicos quienes puedan pagarlos);
- Los monopolios estatales ahogan la iniciativa privada, distorsionan los precios y engendra corrupción. (Sin embargo, el gran desarrollo de las infraestructuras en el S. XX se debe a los monopolios públicos que ahora se adueñan las corporaciones privadas, convirtiendo las inversiones públicas en beneficios privados);
- A nivel nacional, el Estado debe limitarse en su función de administración a cuatro áreas básicas: la educación, la salud, la Justicia y la seguridad; el resto de actividades debe realizarlas el sector privado que se dice utiliza más racionalmente los recursos existentes, logrando así un mayor grado de eficiencia. (En ningún caso está demostrado por la experiencia que el sector privado preste servicios propios del Estado de forma más eficiente, ni se explica porque deben convertirse en beneficios privados lo que serían ingresos públicos); Los Estados tienen un tamaño desproporcionado en relación con la sociedad a la que sirven, por lo que detraen más recursos de los necesarios, generando un mayor coste para la sociedad del que se produciría si dichas funciones las realizase el sector privado. Si dichas funciones económicas deficitarias las presta una empresa privada, será ésta la que perdería dinero, si lo hace el Estado esto supone que es el Estado el que pierde dinero. (Ninguna empresa privada mantiene una actividad que arroje pérdidas de forma indefinida, razón por la que resulta absurdo suponer que esa situación pueda darse. Por otra parte, el sobredimensionamiento de los Estados, al menos en Europa, viene dado por un sistema de partidos al servicio de una oligarquía que vive de forma parasitaria del Estado).
La idea de privatizar la actividad propia del Estado no es nueva, pues
ya desde principios del pasado siglo se planteó la posibilidad del “Estado Administrador” como alternativa
a los modelos de Estado hasta ese momento existente. El economista judío y presidente del Partido
Laborista durante 1945-1946, Harold
Joseph Laski, que fue profesor en las universidades de McGill, Harvard y
el London School of Economics, afirmó sentando los antecedentes
inmediatos de la concepción del Estado como mero administrador y prestador de
servicios, que la soberanía incondicional del Estado había dejado de ser un
principio evidente para tornarse insostenible tanto desde el punto de vista
teórico como empírico, y apuntaba como causa de ello el aumento del poder de
diversos grupos económicos, sociales y religiosos en detrimento del Estado. Por lo tanto, “la globalización”
concibe la comunidad política mundial, como un conjunto de Estados
administradores y gestores de cuestiones locales, encargado de facilitar el
desarrollo de infraestructuras y servicios dentro de un inmenso mercado sin
fronteras extendido prácticamente por todo el planeta.
Uno de los principios fundamentales de la
Ciencia Política, es que en ningún sistema político existen vacíos permanentes
de poder. Si se produce un vacío de poder por cualquier circunstancia, éste es
inmediatamente ocupado por otro sujeto de poder. Aplicando este principio a la
cuestión expuesta, se puede afirmar que la reducción del Estado-Nación a la
condición de mero gestor de servicios, supone el trasvase del poder político
hacia organismo e instituciones diferentes al Estado, que se colocan por encima
del mismo. En el fondo no se trata de reducir el tamaño del Estado para hacer
más eficiente la asignación de recursos, se trata de restar poder al Estado en
beneficio de las corporaciones y de las estructuras políticas globales. De modo
que lo que se produce de forma no explícita es una transferencia de poder desde
el Estado soberano, marco en el que se garantizan los derechos del ciudadano,
hacía las estructuras políticas globales. Lo que con las privatizaciones de la
actividad del Estado se está construyendo, es una estructura imperial de ámbito
global, cuyo centro de poder, y por lo tanto de efectiva soberanía, reside en
las corporaciones transnacionales. Una estructura imperial, que ha reducido a
los Estados gestores a un papel meramente regional o local.
Sin embargo, la Gran Recesión de 2008 ha
puesto en entredicho las tesis neoliberales, al demostrar, definitivamente, que
las crisis recurrentes del capitalismo no se deben a las intervenciones de los
estados distorsionadoras del mercado, como pretenden falazmente los liberales,
sino que forman parte intrínseca del propio sistema capitalista. Cuando llegó
la crisis, la izquierda no era hegemónica, y sus gobiernos fueron en todo el
mundo las primeras víctimas del descontento de cualquier índole, ya que su posicionamiento
era el resultado de la carencia de un discurso ideológico propio válido para
enfrentar la situación. Tras el fracaso de los socialdemócratas en el período
2008 a 2011, resurgió el predominio mundial generalizado de los neoliberales y
de los partidos de derecha, desconcertando a los partidos de izquierda que
hasta que llegó la crisis, estaban seguros de haber recuperado en parte el
terreno intelectual perdido tras décadas de hegemonía neoliberal. Con total
descaro, los neoliberales depusieron a los partidos socialdemócratas tras los
primeros aspavientos de estos para contener los efectos de la crisis, de la que
nunca llegaron a comprender ni su origen ni su alcance, siendo sustituidos sin
miramientos por tecnócratas de las grandes corporaciones bancarias y las
agencias de rating. Paralelamente, las instituciones financieras que habían
precipitado la crisis y que habían sido rescatadas por los gobiernos, volvían a
obtener beneficios semejantes a los que obtenían antes de 2007 y financiaban a
la derecha emergente, que se presentaba no como el origen de la recesión, sino
como el remedio a la misma con sus recetas de la llamada austeridad.
Pero la supervivencia de los neoliberales
más allá de la Gran Recesión, no ha hecho sino mostrar la verdadera esencia de
los mecanismos institucionales que hasta ahora se habían presentado como
legítimos, que se han revelado inútiles para representar la voluntad popular,
porque en nuestra sociedad el verdadero poder no se encuentra en las
instituciones políticas, sino que se encuentra “privatizado”, está en el
dinero, somos una sociedad plutocrática. Son las grandes empresas y fortunas, a
las que a veces llamamos mercados, las que son capaces de doblegar los
intereses del estado a través de los mecanismos económicos de chantaje y
extorsión. El poder real es fundamentalmente poder económico, y este no está
sujeto a elección ninguna. Manda quién más tiene y no quién más votos recibe.
Votamos cada cuatro años, en un procedimiento litúrgico que ni siquiera
garantiza que los programas electorales se cumplan, y que en realidad sólo
sirve como coartada para conceder legitimidad a esta ficción democrática. La
crisis ha revelado la verdadera naturaleza plutocrática y oligárquica de
nuestra sociedad, y esto ha provocado una deriva ideológica y política que no
se conforma sólo con cuestionar las políticas económicas que han conducido a la
crisis, sino que también pone en cuestión a las instituciones políticas
españolas y europeas que están perdiendo legitimidad, además de estar poniendo
en cuestión la ideología dominante que, en lo referente a la economía, sufre
merecidamente el mismo desprestigio. ¿Quién puede creer en la desregulación del
sistema financiero cuando esté ha conducido a la mayor crisis económica desde
1929? ¿Cómo justificar la retirada de las prestaciones por desempleo cuando más
desempleados hay? ¿Cómo justificar las ayudas a los mismos bancos responsables
de la situación actual y de miles de familias sin hogar? ¿De qué sirven la
Unión Europea sus instituciones, si su único papel es el de garante de los
intereses del sistema financiero? En definitiva, ¿de qué sirven estas
instituciones y su ideología, si no son útiles para resolver los problemas
reales de los ciudadanos?
Como es sobradamente sabido, cualquier modelo económico requiere un modelo de sociedad y un sistema político que le sean funcionales, es decir, necesita que se modifiquen las relaciones entre los ciudadanos, las relaciones laborales entre capital y trabajo y las relaciones entre los ciudadanos y los Estados en el sentido acorde con la ideología dominante que lo impone, por lo que no cabe dudar de que la política que se está llevando a cabo en toda Europa, y específicamente en España, es una estrategia que responde a una decisión ideológica, es decir, que persigue un determinado modelo de sociedad. Más concretamente, las medidas económicas adoptadas por los gobiernos desde la crisis se estructuran en tres ejes: la consolidación presupuestaria, la confianza en los mercados internacionales de deuda y la reestructuración de los fundamentos económicos de la sociedad. De estas tres líneas políticas resulta un modelo, en el que el orden social se recompone a partir de un empobrecimiento de la mayoría de la población, en beneficio de las grandes fortunas vinculadas a la propiedad del capital financiero de los bancos, y del gran capital productivo grandes empresas. Las empresas que componen el índice bursátil del Ibex35. Detrás de estas políticas, hay una teoría económica (la teoría neoclásica) basada en el pensamiento neoliberal, que utiliza la crisis como una estrategia para lograr sus objetivos. Según su ideología, los problemas de desempleo se derivan de un mal funcionamiento del mercado de trabajo derivado lo que eufemísticamente llaman “rigideces del mercado laboral”, en alusión a los derechos de los trabajadores, y los problemas de competitividad y de crecimiento económico, se deben a salarios relativamente altos, y los problemas de financiación de la economía real se deben a un exceso de gasto y deuda públicos, y a la falta de confianza de “los mercados”. Asistimos, pues, a una reordenación de las clases sociales de nuestro país nacida de estos dogmas
Como es sobradamente sabido, cualquier modelo económico requiere un modelo de sociedad y un sistema político que le sean funcionales, es decir, necesita que se modifiquen las relaciones entre los ciudadanos, las relaciones laborales entre capital y trabajo y las relaciones entre los ciudadanos y los Estados en el sentido acorde con la ideología dominante que lo impone, por lo que no cabe dudar de que la política que se está llevando a cabo en toda Europa, y específicamente en España, es una estrategia que responde a una decisión ideológica, es decir, que persigue un determinado modelo de sociedad. Más concretamente, las medidas económicas adoptadas por los gobiernos desde la crisis se estructuran en tres ejes: la consolidación presupuestaria, la confianza en los mercados internacionales de deuda y la reestructuración de los fundamentos económicos de la sociedad. De estas tres líneas políticas resulta un modelo, en el que el orden social se recompone a partir de un empobrecimiento de la mayoría de la población, en beneficio de las grandes fortunas vinculadas a la propiedad del capital financiero de los bancos, y del gran capital productivo grandes empresas. Las empresas que componen el índice bursátil del Ibex35. Detrás de estas políticas, hay una teoría económica (la teoría neoclásica) basada en el pensamiento neoliberal, que utiliza la crisis como una estrategia para lograr sus objetivos. Según su ideología, los problemas de desempleo se derivan de un mal funcionamiento del mercado de trabajo derivado lo que eufemísticamente llaman “rigideces del mercado laboral”, en alusión a los derechos de los trabajadores, y los problemas de competitividad y de crecimiento económico, se deben a salarios relativamente altos, y los problemas de financiación de la economía real se deben a un exceso de gasto y deuda públicos, y a la falta de confianza de “los mercados”. Asistimos, pues, a una reordenación de las clases sociales de nuestro país nacida de estos dogmas
económicos, a partir de los cuales diseñan sus
estrategias y medidas económicas las instituciones europeas y nacionales. Esta
es la estrategia seguida por la Comisión Europea, el FMI y el Banco Central
Europeo, que es compartida por los partidos políticos del régimen del 78, que
fueron quienes reformaron la Constitución, para institucionalizar la
consolidación presupuestaria y otorgar prioridad al pago de la deuda externa,
como reconocía la propia ley orgánica de reforma constitucional que en su
exposición de motivos decía que “se
establece la prioridad absoluta de pago de los intereses y el capital de la
deuda pública frete a cualquier otro tipo de gasto, tal y como establece la
Constitución”.
En suma, las “reformas” gubernamentales han demostrado ser superficiales en el mejor de los casos, tanto en España como en Europa o EE.UU. Tras la masiva inyección de capitales públicos en el sistema financiero posterior a la crisis, las burbujas han retornado con sorprendente rapidez a la especulación en productos básicos, ante el desinterés generalizado de los ciudadanos que centran su interés en los programas de austeridad del Gobierno como respuesta básica a la crisis, demostrando con ello que el discurso público ha degenerado a un nivel analítico propio de los años treinta. La crisis actual es un momento político decisivo para quienes están convencidos de que las actuales estructuras de mercado deben subordinarse a los proyectos políticos orientados a la mejora del ser humano, y no me refiero a esa izquierda formada por unos pocos místicos ignorantes seguros de la inminencia del acaecimiento del levantamiento del proletariado, de la misma manera que los “cristianos sionistas renacidos” esperan el “arrebatamiento en el final de los tiempos”, y que en ambos casos creen que los conducirá de forma inexorable a su remisión. Es prioritario construir una alternativa al neoliberalismo capaz de alcanzar la hegemonía, y para ello es fundamental discernir hasta qué punto el resurgimiento inesperado de la derecha tras la crisis, obedece a la existencia de una infraestructura cultural neoliberal que se desarrolló durante el período de 1980 a 2008; y, por otro lado, en qué medida la izquierda ha sido artífice de su propio aniquilamiento dada su escisión en el S. XX en dos mundos: el de la socialdemocracia, mera gestora del capitalismo y de la progresividad del sistema fiscal; y el del comunismo, el mayor sistema represivo organizado en campos de concentración conocido por el ser humano.
Los miembros de la izquierda nominal descartaron hace tiempo la
escatología marxista del colapso del capitalismo y la transición al socialismo
como explicación completa y exacta de la realidad, y se han quedado sumidos en
una ignorancia e incomprensión de lo acontecido, que los obliga a aferrarse a
los dogmas marxistas prescindiendo de su desigual vigencia, para poder ocultar
su fracaso ideológico.
En esta situación, los neoliberales han desarrollado una sofisticada
postura respecto al conocimiento y la ignorancia, y entender cómo el
neoliberalismo logra emplear la ignorancia como herramienta política que
salvaguarde su hegemonía, indica que, a la vista de la obsolescencia de la
izquierda, ha llegado el momento de que reinventemos una nueva sociología del
conocimiento plausible, como único camino para ganar la batalla de las ideas a
la globalización neoliberal, que no es otra cosa más que el desplazamiento del
poder real a entes privados transnacionales, tal y como nos dice
Laureano Luna: “Con el progreso de la
globalización el poder de los Estados nacionales está siendo transferido a los
grandes agentes del capitalismo global.” El acierto de Luna es evidente, y
refleja una realidad que puede observarse a diario y con la que coincido
plenamente. El análisis de Luna y su manifiesto no sólo es necesario, sino que
también es irrefutable. Pero, tal y como Luna también expone con brillantez, no
se trata de un retorno a los nacionalismos estrechos que llevaron a Europa a
sus dos guerras civiles en el S. XX, sino que el futuro se encuentra en donde
esas guerras civiles dejaron de escribir la Historia: en la creación de nuevos
espacios de soberanía propios de la milenaria civilización europea.
Enlace a la editorial:
http://editorialeas.com/shop/khronos/manifiesto-de-la-izquierda-nacional-la-sintesis-del-siglo-xxi-por-laureano-luna/
Enlace a la editorial:
http://editorialeas.com/shop/khronos/manifiesto-de-la-izquierda-nacional-la-sintesis-del-siglo-xxi-por-laureano-luna/
[1] En 1947, el
profesor Friedrich Hayek convocó a 36 intelectuales, la mayoría economistas,
junto con historiadores y filósofos en el Hotel du Parc en la villa de Mont
Pelerin, cerca de la ciudad de Montreux, Suiza, para discutir la situación y el
posible destino del liberalismo tanto a nivel teórico como en la práctica.2 El
grupo tomó el nombre de Sociedad Mont Pelerin en honor al lugar donde ocurrió
este primer encuentro.