Juan Vázquez de Mella
“La
tiranía es una planta que sólo arraiga en el estiércol de la corrupción. Es una
ley histórica que no ha tropezado con una excepción, En un pueblo moral, la
atmósfera de virtud seca esa planta al brotar. Ningún pueblo moral ha tenido
tiranos y ninguno corrompido ha dejado de tenerlos”
Juan Vázquez de Mella.
NOTA BENE.- En fechas recientes ha salido a la palestra de la política española el nombre de Vázquez de Mella, y ello con motivo de la polémica en torno a retirar su nombre de la céntrica plaza que en el castizo barrio de Chueca se dedica a su memoria, para sustituirlo por la del fallecido político socialista y líder del lobby homosexualista Pedro Zerolo, con el doble objetivo de rendir homenaje a la trayectoria política del mismo, y de reforzar la identificación entre la comunidad homosexual y este barrio.
El fallecido concejal ha sido una de las personas más destacadas en la imposición de las tesis homosexualistas durante el patético gobierno socialista de Rodríguez Zapatero, que promovió el llamado "matrimonio" homosexual, un imposible en sus propios términos, y las reformas legislativas tanto en materia civil como penal de hiperprotección del amancebamiento homosexual, como realidad equivalente al matrimonio, religioso o no es irrelevante para el caso. Fuera de esta actividad de degradación de la sociedad, la obra tanto política como intelectual del extinto concejal es inexistente. Quizás por ello, provocar la comparación de su figura política con la de Vázquez de Mella, resulte aún más gravoso para la memoria del líder homosexualista.
Vázquez de Mella responde al tipo humano del burgués conservador decimonónico, un hombre que vivió apegado a valores previos a las revoluciones políticas del S. XIX. El contexto en el que desarrollo su vida política e intelectual es tremendamente dispar del presente, baste recordar que en aquel entonces Europa era gobernada por monarquías en su práctica totalidad, que la Iglesia había perdido sus territorios y su condición de poder temporal hacía pocas décadas, que la unidad italiana y alemana eran cosa reciente, que la esclavitud había desaparecido como institución no hacía mucho y que el colonialismo estaba en su pleno apogeo. Como consecuencia de todo ello la vigencia de su pensamiento es muy desigual y éste es en gran medida propio de su tiempo. Algunas cuestiones del mismo, como la crítica al parlamentarismo, mantienen toda su actualidad; pero otras cuestiones, como el integrismo religioso que sostiene en toda su obra, carecen de total relevancia como cuestión política para nuestro siglo en España, no tanto así en el orden internacional en el que los fundamentalismos religiosos protestante, judío y musulmán, viven en constante y violenta pugna.
Con el presente trabajo se persigue no sólo dar a conocer de forma breve lo esencial de su obra al público movido de un interés casi académico, sino también poner de manifiesto la triste realidad de la decadencia de la figura del polítco en España, que además de haber caído en la indigencia moral y en la delincuencia generalizada, también incurre en un analfabetismo y en una necedad absolutas que no se molestan en disimular. Para que puedan valorar los lectores el contraste entre aquellos políticos como Mella, casi siempre cargados de un parlamentarismo insoportable, pero incluso así con gran cultura e incluso erudición, y el actual hato de borregos que pacen en los predios de las instituciones, les dejo dos videos: uno del fallecido Pedto Zerolo, cuyo nombre postula el actual Ayuntamiento neocomunista de la ciudad de Madrid para dedicarle la Plaza de Vázquez de Mella; el otro, una intervención de la diputada López Chamosa, sindicalista y diputado durante cuatro legislaturas por el partido mal llamado socialista:
Intervención en un mitín del fallecido concejal con motivo de la aprobación de la ley que regulaba el matrimonio homosexual
Videos de distintas cadenas de televisión de la derecha española, poniendo de manifiesto el analfabetismo de la diputada socialista Lopez Chamosa.
Y ahora vayamos con Vázquez de Mella.
1.- Breve reseña biográfica.
1.- Breve reseña biográfica.
Escribir una biografía equivale a historiar la
vida de una persona, y si narrar cualquier vida, incluso la más modesta,
resulta plagado de dificultades, no se nos ocultan las que ofrecería la
narración del acontecer vital, de un personaje de la talla humana e intelectual
de Dª Juan Vázquez de Mella y Fanjul, en unas breves líneas.
Dº Juan Vázquez de Mella nació en Cangas de Onís
(Asturias) el 6 de Junio de 1861. Era hijo de Dº Juan Vázquez de Mella y
Varela, Teniente Coronel retirado natural de Boimorto, en la provincia de La
Coruña, y de Dª Teresa Fanjul, natural de Cangas de Onís. Su padre era un
hombre de tendencias exaltadas, y de temperamento vivo y enérgico, teniéndosele
por la primera figura del republicanismo local y lugarteniente del Comité
Provincial republicano. Esta circunstancia paterna parece que no dejó de
influir en la primera juventud del pensador, influencia política a la que no
dejó de sumarse la enseñanza religiosa inculcada por su madre. Estos inicios
republicanos del tribuno tradicionalista, tras hacerse públicos en el semanario
local El Popular, fueron desmentidos
por él mismo.
Durante los años 1874-77, recibió su formación
académica en el Colegio de Valdediós. Las calificaciones que obtuvo en éste
fueron bajas, lo cual, justificaba que se le diputara como una de tantas
medianías intelectuales. Durante este tiempo, figuraba como profesor del citado
colegio el señor Menéndez Conde, que tenazmente defendió el sostenimiento del
matrimonio canónico como único jurídicamente reconocido, cuando el Conde de
Romanones, a la sazón, Ministro de Gracia y Justicia, propuso la regulación del
matrimonio civil.
Terminado el bachillerato, y recientemente
fallecido su padre, se trasladará a Baimorto. Desde allí ingresará en la
Facultad de Derecho de la Universidad de Santiago de Compostela. No fue Mella
de los alumnos que con mayor asiduidad frecuentaban las clases; pero sentía una
infinita curiosidad que le conducía de forma constante a la biblioteca de la
universidad, para saber lo que no decían los textos ni exigían los programas.
Prestó especial atención a la parte general y filosófica de la licenciatura,
sintiendo ya desde sus comienzos, cierta repugnancia hacia el abogadismo.
Sus primeras intervenciones orales, las realizó en
el Ateneo de Santiago de Compostela contendiendo con otros muchos estudiantes y
compañeros de facultad de probada excelencia, los que, por profesar ideas
flexibles y acomodaticias que permiten formar en partidos de ancha base y vida
poco austera, pudieron ser, y fueron, figuras políticas preeminentes y ocuparon
cargos de gran relieve.
Por las mismas fechas, Mella empezó a adquirir
legítima notoriedad desde las páginas de El
Pensamiento Galaico, no sólo en Santiago y en la provincia de La Coruña,
sino en toda España. Páginas que alternaba con las de la revista La Restauración, que dirigía y publicaba
el yerno del tribuno tradicionalista Aparisi y Guijarro, Dº Francisco de Paula
Quereda.
Las campañas de El Pensamiento Galaico no pasaron inadvertidas a la atención del
Marqués de Cerralbo, Jefe delegado de la Comunión Tradicionalista, a la que
entonces consagraba todas sus actividades. Éste ofreció a la acerada pluma de
Mella su integración en el órgano oficial del carlismo, El Correo Español, dirigido nominalmente por Dº Luis Mª Llauder,
aunque en realidad ejerciera la dirección Dº Leandro Herrero.
Los artículos de Mella, firmados con la “M” de su
apellido, generalmente tenían un carácter doctrinal y religioso-político; pocas
veces se extendían a lo literario y ocasionalmente a lo social. Ofreciendo
siempre una nueva perspectiva a asuntos que parecían agotados. Mención especial
merece el llamado fuerismo que fue
terreno fértil para la capacidad creadora de Mella, sistematizando la doctrina regionalista.
Hubo por ello las más duras polémicas en el seno de El Correo Español, terminando por tener el criterio mellista que
sostenía el carácter federal de la Monarquía española.
Mas, no es la faceta de escritor la que destaca
por encima de las de filósofo u orador en Vázquez de Mella. Desde sus
intervenciones en las veladas del Círculo Carlista de Madrid y en varios actos
celebrados en los de provincias, como después en la conferencia que pronunció
en el Ateneo de esta capital acerca de la opinión pública, todos le señalarían
como al gran orador que en las Cortes pudiera alternar con ventaja, con las
primeras figuras parlamentarias tradicionalistas de aquel tiempo. Ejemplo de las cuales son
oradores de la categoría de Dª Matías Barrio y Mier, Dº Joaquín Llorens o Dº
Cesáreo Sanz, una vez vuelto del exilio tras formar parte del Estado Mayor del
pretendiente carlista que tras la guerra de 1872-1876, en la que reinó como
Carlos VII, detentaba el título de Duque de Madrid.
Es así como venció en las elecciones de 1893 en el
distrito de Estella, Navarra, muy en contra de los muñidores del sistema
caciquil propio del turnismo de partidos Alfonsino, que no cejaron en el empeño
de evitarlo, pese a lo cual, la Junta de escrutinio, reunida en la capital del
distrito, le proclamó diputado electo.
La primera intervención en los debates de las
Cortes, fe en defensa del voto particular al dictamen de la Comisión de
incompatibilidades favorable a la admisión como diputado del Sr. Guelbenzu, que
fue proclamado diputado por Tudela, frente a Dº Miguel Irigaray.
Pocos días después, se declaró el Congreso en
sesión permanente, para afrontar la obstrucción de la minoría republicana. Los
tradicionalistas apoyaron a los republicanos con repetidas intervenciones en
los debates, algunas de las mismas a cargo de Mella. El comentarista político
de El Nuevo Heraldo, Julio Burell,
elogió sus discursos afirmando que se había colocado a la altura de los
primeros entre los que se contaban Castelar, Cánovas, Salmerón, Pidal, Silvela,
Maura, Moret, etc.
De 1893 a 1900 y de 1905 a 1919, perteneció Mella
a todos los parlamentos. En el período intermedio, estuvo en parte emigrado en
Portugal, y en parte retirado en Filgueira, representando los distritos de
Estella y Aoíz y más tarde la circunscripción de Pamplona.
Estos cinco años de inactividad fueron
consecuencia de la preparación de un alzamiento, uno más, que se proyectó
aprovechando la debilidad de la regencia de Dª Mª Cristina y los efectos del Desastre del 98. Se establecieron contactos
con militares, llegando, al parecer, a comprometerse el Capitán General Weyler.
El levantamiento fracasó quedando reducido a algunas débiles partidas en
Cataluña mandadas por Soliva, Moore y otros veteranos de la guerra de 1872-76. El
fracaso trajo consigo el cierre de los periódicos tradicionalistas, y el cierre
de todos los locales de los círculos carlistas.
Tras el regreso de Portugal ocupó la jefatura
delegada de la Comunión Tradicionalista, el catedrático de Derecho de la
Universidad Central, Dª Matías Barrio y Mier, diputado a Cortes por Cervera del
Río Pisuerga. Es en este momento, hacia 1907, cuando se produjo el movimiento
conocido como Solidaridad Catalana.
En este ingresaron todos los elementos opuestos a los gobiernos de Madrid, allí
estaban desde Dª Nicolás Salmerón, ex presidente de la República de 1873, hasta
Dª Francisco Cambó.
Durante la Primera Guerra Mundial mantuvo una
posición germanófila. Terminada ésta, el pretendiente carlista Dª Jame de
Borbón, inspirado por Dº Francisco Melgar, decidido partidario de Francia y
resentido contra Mella desde que éste ocupara su Secretaría diez años atrás,
publicó una carta conocida como El
Manifiesto de París, el 30 de Enero de 1919, en términos muy agrios,
haciendo duros reproches a la actitud germanófila de Mella. Éste, sintiéndose
víctima de la arbitrariedad y la injusticia, se rebeló publicando un manifiesto,
excesivamente largo e inoportuno, en el que se excedía del ámbito de la
polémica para atacar al prestigio personal de Dª Jaime, colocándose a sí mismo
en una delicada y contradictoria posición.
Durante varios días, los órganos principales de la
prensa del movimiento legitimista, se mantuvieron dubitativos, sin inclinarse
por uno u otro. Más tarde, el Diario de
Valencia, El Correo del Norte y
otros de provincias siguieron a Mella; por el contrario, Navarra y Cataluña
permanecieron junto a Dº Jaime decidiendo la pugna a su favor.
Ya decaído el movimiento tradicionalista, durante
la dictadura de Primo de Rivera, la enfermedad quebró su salud tras la
amputación de una pierna, obligándole a apartarse de la actividad política. De
este modo, a pesar de su carácter inconstante, halló la serenidad necesaria
para recoger en una obra su pensamiento, la llamó Filosofía de la Eucaristía.
La escisión tradicionalista marcó el declive de su
actividad política, y los que con él se apartaron del Carlismo, como ya antes
había hecho Víctor Pradera, reingresarían en él cuando adviniera la Segunda
República, ya fallecidos Mella y Dº Jaime.
No perteneció a ningún consejo de administración,
ni tuvo cargo alguno en ninguna empresa mercantil. Y aunque desempeñó durante
algún tiempo la Secretaría de Dª Jaime, no quiso ser delegado suyo. Rehusó la
presidencia de la Junta Central Carlista que le ofreció el Marqués de Cerralbo.
Vivió exclusivamente de las seis mil pesetas de renta anual de sus bienes. Su
pobreza material llegó al extremo de sorprender a los que en sus últimos días
se acercaban a interesarse por su salud, y entre ellos especialmente Maura.
Falleció sin descendencia el 26 de Febrero de 1928. Su patrimonio, heredado en
su mayor parte de sus tíos, aunque fue reclamado por un nieto de su ama de
llaves, acabó en manos del Ayuntamiento Cangas de Onís, la Iglesia y la
Universidad de Oviedo. El Ayuntamiento recibió el palacete en que residía, que
resultó prácticamente destruido en la Guerra Civil por los revolucionarios
asturianos. La Iglesia heredó un templo familiar que inmatriculó en el Registro
de la Propiedad a su nombre. Por último, su extensa biblioteca terminó en la
propia de la universidad ovetense.
Para que nos podamos hacer una idea del respeto
que su figura provocaba en afines y adversos políticos, basta decir que de él
dijo Pablo Iglesias que, de haberse hecho socialista, toda España lo hubiese
sido.
2.- El
contexto histórico.
Mella hizo su aparición pública, cuando el particularismo
científico había roto la unidad del saber humano, y cada ciencia luchaba por
encontrar, dentro de sí misma, los primeros principios de su propia
construcción. Esa autonomía de la ciencia precipitó en el materialismo a las
ciencias experimentales; convirtió a la economía en la ciencia pura de la
riqueza, emancipada de la ley moral y sujeta tan sólo a la ley de la oferta y
de la demanda; circunscribió la ciencia política al empirismo de mantener un
orden material; y redujo al Derecho a la regulación de las coexistencias
individuales, sin un contenido positivo que impusiera la mutua ayuda.
Así pues, rota la unidad espiritual de Europa por
la Reforma protestante, emancipada la ciencia de la religión por obra de los
enciclopedistas, y dominado el mundo intelectual por el laicismo, se sintió en
aquel momento la necesidad de reconstruir la Enciclopedia Cristiana. Las líneas maestras de esta reconstrucción,
las había definido el papa León XIII en la encíclica Aeterna Patris, que fundamenta la ciencia sobre el cultivo de la
filosofía escolástica, en la encíclica Inmortale
Dei, que expone el prototipo de la constitución cristiana de los estados, y
en la Rerum Novarum, donde propone la
reorganización corporativa del pueblo en clases hermanadas por la caridad cristiana.
A esta reconstrucción se aplican la
Leogessellschaft de Austria, escuela así denominada en homenaje al Papa citado;
la Goerresgessllschaft de Alemania, así denominada en recuerdo a Goerres, el
gran despertador de la conciencia católica germánica en los albores del S. XIX;
el Instituto Católico de París, la célebre Universidad de Lovaina, y algunos de
los grandes sociólogos contemporáneos, entre los cuales destacan
Costta-Rossetti, Cathrein y Toniolo. Es España el iniciador de esta labor,
sobre las bases ya asentadas por Balmes, Donoso Cortés y Menéndez Pelayo, fue
Vázquez de Mella.
3.- La
obra.
La pretensión de resultar original al hablar de
Vázquez de Mella, no dejaría de ser un intento vano, habida cuenta de lo que,
en otro tiempo, se estudió y conoció al llamado “verbo de la Tradición”. Tratar de resumir en breves esquemas la
gran riqueza de ideas del tribuno tradicionalista, es notoriamente insuficiente
para llegar a profundizar en su pensamiento. Mella fue el gran sistematizador
del pensamiento tradicional español, un subyugante expositor de la historia
patria que hizo de su vida una afirmación de la tradición española.
A la profundidad conceptual se le suma la
dispersión de su obra. Mella no sistematizó su pensamiento, y su legado
intelectual está contenido principalmente en artículos periodísticos (en esto
se asemejaría con el tiempo a Ortega o a su contemporáneo de muy distinto signo
Gramsci) y en discursos, tanto dentro como fuera de las Cortes. Famosas
intervenciones parlamentarias son, por ejemplo, la de 1907, en el debate sobre
el discurso de la Corona que versó sobre el movimiento Solidaridad; la de la
exposición del sistema de representación por clases; la del horóscopo de Maura
o la de la musa temblorosa de miedo.
De los discursos que pronunció fuera de las Cortes
habría que recordar muchos: citaremos el que sobre el tema “El escepticismo y el egoísmo son los dos males que imperan en nuestro
siglo, y la Iglesia es la única que puede curarlos”, pronunciado en los
juegos florales de Sevilla en 1906; el de los días siguientes al Congreso
Católico de Santiago; el de la Asociación de la Prensa acerca del regionalismo;
el de las Arenas de Barcelona; el del Congreso Eucarístico Internacional
celebrado en Madrid; el del Teatro Romea de Murcia en los juegos florales de
Abril de 1912; los de afirmación y mantenimiento de la neutralidad española frente
a los intervencionistas aliadófilos, pronunciados en Santander y Madrid; el del
Teatro Real; su conferencia sobre el derecho a la ignorancia en la Academia de
Jurisprudencia, etc.
Si bien el único volumen escrito al final de sus
días y ya mencionado, la Filosofía de la
Eucaristía, no enfrenta una temática muy diversa, Vázquez de Mella plantea
en el conjunto de su obra una crítica al Liberalismo desde sus propios
fundamentos, realizada con la propia dialéctica de éste. Su análisis se basa en
el análisis histórico y político de los grandes mitos liberales, el progreso,
la libertad, el individualismo. Mella oponía al liberalismo un corporativismo
católico fundamentado en la tradición encarnada en la monarquía española. Ésta
debería basarse en una representación nacional plasmada en las Cortes
estamentales, elegidas entre seis órdenes de la sociedad: la agricultura, la
industria y el comercio, el clero, el Ejército, la aristocracia y la cultura.
EL orden propugnado por Mella se apoyaba en al cohesión social del catolicismo,
entendido nos sólo como religión del estado sino de la sociedad; era el
antípoda de la secularización procedente de la Ilustración y del Liberalismo.
Tanto por su acendrado regionalismo como por su preocupación social inspirada
en la doctrina de León XIII, la Tradición modernizada de Mella era también
marcadamente populista, en lo que conectaba con Maura y el Partido Social
Popular, en el que después de la ruptura con Dº Jaime en 1919, entraron dos
discípulos de Mella, Víctor Pradera, gran teórico que inspiró buena parte de la
historia de España subsiguiente; y Salvador Minguijón, éste más tarde sería
Catedrático en la Facultad de Derecho de Zaragoza, y miembro de número de la
Academia de Ciencias Morales y Políticas, así como autor del famoso Informe sobre la ilegalidad de la actuación
de las fuerzas republicanas el 18 de Julio de 1936, que proporcionó la base
jurídica para procesar por rebelión a los partidarios del bando frentepopulista
al término de la guerra civil 1936-39.
Igualmente rechaza el Positivismo, y de sus
partidarios dirá que, con su sostenimiento a ultranza del método experimental,
caen en contradicción, ya que, al no ser éste un axioma, para probar su validez
tienen que valerse de un método no experimental, lo cual constituye una
contradicción en su principio. Pero combate también este principio afirmando
que, si no hay más método que el experimental, la Metafísica y la Teología, lo
suprasensible, no constituyen Ciencia. Objetivo que, afirma, es el que buscan,
pero cuyas consecuencias padecen ellos mismos; porque si la ciencia es una
sucesión de fenómenos, como todo tránsito supone pasar del no ser al ser,
¿existe o no una causa productora de ese paso?, y aquí es donde encuentra Mella
la contradicción positivista, ya que “no
puede haber cambio sin algo que cambie. SI el mundo es una serie de fenómenos,
caemos en el absurdo si no admitimos el Creador. Quedarían esos fenómenos
convertidos en sombras”[1].
El pensamiento mellista puede sintetizarse, para
un breve estudio, en cuatro grandes rasgos, a saber:
·
La Filosofía
de la Historia
·
La Tradición:
-
Tradición y
Progreso;
-
Liberalismo y
Tradicionalismo: la Tradición como la antítesis del Liberalismo.
·
El Derecho
Público:
-
El tránsito
de la soberanía individual a la colectiva. Irrepresentatividad de ésta;
-
La teoría de
las dos soberanías;
-
La monarquía
tradicional;
-
El
constitucionalismo.
·
El
Regionalismo.
A) LA
FILOSOFÍA DE LA HISTORIA.
Mella afirma: “Balmes
ya dejó dicho que la Religión es la Filosofía de la Historia”; “la Religión es
objetiva, pues es relación del hombre con Dios; que tiene un órgano de
interpretación infalible, y que una prueba de su divinidad y de su
infalibilidad está en los años que lleva luchando con sus enemigos, sin perder
ni variar”[2]
Consecuentemente, toda la interpretación que del concepto de Civilización y del
devenir histórico realiza Mella, tiene su clave en la fe, que una al hombre y
lo eleva.
De aquí deduce la existencia de dos unidades en el
gobierno del mundo, bien por su presencia, bien por su ausencia: la unidad
religiosa o moral, la unidad interna; y la unidad de la fuerza, que es externa.
Expone que la historia del espíritu humano está
formada por las formas que la unidad interna ha adquirido en cada momento, sus
alteraciones, el perfeccionamiento por su autor, la ruptura que el orgullo
humano produzca, y su restauración. Y la unidad externa o de la fuerza, unas
veces sometida a la unidad interna y otras opuesta y dominante, tratando de
contener los efectos de la ruptura interna, ha acabado siempre por disolverse
en la impotencia. Siendo así que la historia no tiene más que tres capítulos: la
unidad interna en sus distintas categorías de conocimiento y práctica, la
anarquía en sus diferentes grados y formas de disolución, y la unidad externa
en sus diferentes clases de opresión. Mas la unidad moral existente al
principio, que adulterada y combatida se da siempre en el medio, brilla también
al final; la Historia como el hombre, viene de Dios y va a Dios, y ÉL tiene el
centro, quedando los hechos del hombre producto de su libertad, al margen de
esta cadena, sin lograr nunca cortar el hilo conductor que enlaza lo finito de
lo infinito, asumiendo la humanidad en síntesis todo lo creado por Dios que es
su causa.
Entiende Mella que debe empezarse el examen de
esta disciplina con el estudio del concepto de civilización, investigando sus
leyes y los fines de la sociedad, para posteriormente fijar la idea de
progreso, medio necesario para que la civilización se alcance y, utilizando la
dialéctica, exponer, recogiendo la idea de las dos ciudades expuesta en “De Civitate Dei” de San Agustín y
enriqueciéndola, como la historia se ha fraccionado, según el hombre actuara
dentro o fuera del plan de Dios. Así dice:
“De un
lado aparecerán las sociedades modeladas según el decálogo y el sermón de la
montaña, y, del otro, los que los desconocen o niegan; el naturalismo pagano,
que adulteraba con el panteísmo y el dualismo oriental y el politeísmo
occidental el depósito de las verdades religiosas primitivas, conservadas en la
sinagoga, que fue la Iglesia antigua; y el neopaganismo apóstata, fraguado por
la protesta, el enciclopedismo, la revolución, el racionalismo y el positivismo
de la Edad Contemporánea, que llega a esta consecuencia, que hubiera sublevado
a los mismos pueblos paganos asentados en las tinieblas del error, pero no de
la impiedad, que ignoraban pero no odiaban a Jesucristo: romper toda relación
con la divinidad, negándola y declarándola inaccesible a la razón y a la
voluntad humana, es decir, arrancando toda vida religiosa, primero del Estado,
después de la sociedad, y, por último, del individuo, secularizando la vida
entera, desde el nacimiento hasta la muerte”[3]
Del anterior razonamiento se desprende que en el
pensamiento histórico y filosófico de Mella, la negación de los deberes
religiosos individuales y sociales supone la negación de Dios, que no existe si
no tienen con él relación de dependencia y de finalidad los hombres. Asevera
que, este monismo panteísta, como desarrollo de una unidad absoluta, implica: o
el determinismo histórico, fruto de la revolución de la materia y de la fuerza
primitivas, que niega la libertad al reducirla a un consiguiente necesario y
antecedentes inevitables; o la adaptación forzosa a un medio irresistible, la
negación de la libertad arguye la de la inteligencia, porque:
“el que
no puede elegir, es porque no puede deliberar; el que no puede deliberar, no
puede juzgar; y el que no juzga, no piensa; y como el ser que es libre y no
piensa, pero se mueve y siente, es un mal, la lógica (…) deducirá esta conclusión (…): secularizar es animalizar. No se puede
renegar de la religión sin asesinar la razón”[4]
Para Mella, la religión, por el conocimiento de lo
suprasensible y de lo sobrenatural que supone, y por la práctica de los deberes
que ligan al ser finito con el infinito (a diferencia de las religiones
orientales actualmente de moda en Occidente y que escinden lo transcendente de
lo inmanente negando toda relación entre ambas esferas), comprende todas las
diferencias psicológicas que separan al hombre del animal. Por eso, afirmar la
negación parcial o completa de la religión conduce a la siguiente consecuencia:
el hombre es un animal perfeccionado, y el animal un hombre imperfecto; entre
los dos hay diferencias de estado, pero no de naturaleza. El resultado de este
razonamiento es el bestialismo, la identidad del animal y el hombre. Y aquí es
donde Mella lleva su radicalismo a sus últimas consecuencias, al afirmar: “la historia de todos los sistemas
filosóficos y de todas las ideas religiosas que han pasado por el entendimiento
de los hombres, llega en último extremo a esta disyuntiva inexorable: o
Teología o Zoología”[5]
B) LA
TRADICIÓN.
-
La Tradición y el Progreso.
El proceso de vulgarización de la política
experimentado con posterioridad a 1789, ha contrapuesto la tradición al
progreso, como si tales valores fueran en sí mismos antitéticos. Mella rechaza
tal proceso de vulgarización como cosa infantil.
Para Mella, la tradición expresa transmisión de
cosas que van de generación en generación; es, en consecuencia, el vínculo del
progreso social, es el progreso hereditario, el sufragio universal de los
siglos. Rechaza la división artificial entre progreso y tradición, entendiendo
que lo uno era consecuencia de lo otro. Afirma que un progreso que no contase
con la tradición para ser transmitido, sería como si no se hubiese logrado; y
una tradición que no acrecentase en nada lo recibido, sería algo inane y
petrificado, que debería ser apartado para no obstruir el cauce de la historia
de una nación.
La tradición reivindicada por Mella, no es un
concepto que recoge mecánicamente todo lo pretérito y lo transmite
desordenadamente al porvenir. La tradición, nos explica, implica progreso
porque el depósito recibido por ella ha de ser acrecentado; y supone selección,
porque ha de ser mejorado. Pero el progreso concebido al modo de Mella, no
puede ser arbitrario, porque en el hecho mismo de serlo dejaría de ser
progreso. Lo expuesto es justificado afirmando:
“El
hombre discurre y por tanto inventa; combina, transforma, es decir, progresa y
transmite a los demás las conquistas de su progreso. El primer invento ha sido
el primer progreso; y el primer progreso, al transmitirse a los demás, ha sido
la primera tradición que empezaba. La tradición es el efecto del progreso; pero
como lo comunica, es decir lo conserva y lo propaga, ella misma es el progreso
social”[6]
Por tanto, tradición y progreso, no sólo no son
valores antitéticos, sino que dan en ser una misma y sola cosa.
-
Liberalismo y Tradicionalismo: la Tradición como
la antítesis del Liberalismo.
La historia de España, desde la Guerra de la
Independencia en 1808 hasta prácticamente nuestros días, ha girado alrededor de
las luchas entre Liberalismo y Tradicionalismo. El primero, entendido como
producto híbrido entre éste y la democracia revolucionaria; el segundo, como manifestación
política operativa de la continuidad histórica de España. El pensamiento de
Mella se halla plenamente implicado en estos dos aspectos: lucha radical contra
el Liberalismo, y afirmación rotunda de la Tradición. Y su estudio bajo este
prisma, nos aporta una mejor comprensión del mismo.
El liberalismo es un agnosticismo ideológico que
pretende la libertad, y que, si es consecuente consigo mismo, debe abstenerse
de pronunciamiento político alguno al ignorar dónde está la verdad, dando
igualdad de trato teórico a todas las opiniones; pero, paradójicamente, se
vincula al principio democrático (confundiendo poder con libertad) y se hace
consustancial con él. De esta síntesis, en la que ambas posturas salen
beneficiadas al resolver la voluntad general el problema de designar una
verdad, nace el sistema democrático liberal, en el cual resulta casi imposible
la separación de sus componentes iniciales. Pero centrémonos en primer lugar en
el liberalismo.
Mella afirma que la tesis fundamental del
Liberalismo es la neutralidad axiológica del Estado: “El Estado es neutral en el orden religiosos y moral, porque ignora
cuál es la verdad en esos órdenes y proclama, como un postulado, la libertad
completa de todas las opiniones y de todas las propagandas”[7].
Así, dada la exposición de Mella, la consecuencia es que si toda propaganda es
lícita y libre su manifestación, no cabe censura o condena alguna. Esta es la
conclusión de la tesis liberal, a la que llega Mella. De aquí que se afirme,
que al no poder combatir el efecto y amparar y fomentar la causa, llega el
momento en el que la acción de propaganda en el hecho es tan visible, y éste
tan contrario a la más incipiente disciplina, que el Estado interviene y
censura y prohíbe ciertas propagandas. Y aquí surge un nuevo problema: “Pero ¿hay una regla, un principio, para
saber qué doctrinas son lícitas y qué propagandas pueden ser permitidas o condenadas?”[8]
Mella adivina tres posibles respuestas:
1ª Que no exista, que el Estado no pueda conocer
si la hay. Si no existe, el Estado no puede aplicarla, y deberá forzosamente
proclamar la licitud de todas las propagandas;
2ª Que se declare el Estado inepto para conocer
acerca de la bondad de las reglas, es por tanto incapaz de reprimir sus efectos
y, en consecuencia, demostrará su impotencia e inutilidad;
3ª Que existiendo la regla, hay un límite para la
libertad individual y para el poder público infranqueable para éste, y por lo
tanto, resulta falsa la ilimitación jurídica de esas libertades en el orden
teórico, tesis fundamental del liberalismo.
Así, nos encontramos con la cuestión de los
límites de la libertad. Dice Mella que si se admiten los límites en un punto,
¿por qué razón deberían rechazarse en otro, sin invocar otro principio que
justifique esa diferencia? A partir de este momento, la discusión versará sobre
el más o el menos, pero el Estado habrá negado, de forma categórica, su
autoridad indiferente y proclamará su derecho a intervenir en un orden moral.
Mas esta declaración de intervención del Estado, suscita otra nueva, y aún más
profunda interrogación: ¿Hay un orden moral, religioso y jurídico anterior y
superior al poder público, con un órgano social propio que lo interpreta y que
el estado tiene la obligación de reconocer como norma y como frontera de sus
actos? Evidentemente, Mella afirma la existencia, tanto de una regla, el
Decálogo, como de un órgano social interpretativo, la Iglesia. De igual manera
rechaza a los doctrinarios de su tiempo, que, reconociendo la libertad ilimitada en el orden especulativo vienen
después a imponerle limitaciones en el
orden político impidiendo, por ejemplo, que se discutan formas políticas
del estado mudables, o poderes expuestos a constantes cambios.
Como conclusión general de lo expuesto, Mella
llega a afirmar que: “no ha existido
jamás un estado que haya practicado plenamente el principio liberal. Siempre
con la conducta le ha negado, proclamando en parte el principio contrario y
para salir de esa contradicción, no le han quedado más que dos recursos: o
someterse a la Iglesia, con el orden superior que afirma o usurparle sus
atribuciones, declarándose definidor teológico y moral; es decir, la Iglesia
laica que implica el cesarismo o el estado ilógico e inepto; o estado
usurpador, tiránico y apóstata; o estado cristiano que, en la medida de sus
fuerzas, no consiente que se altere el orden a que él mismo rinde vasallaje”[9]
En segundo lugar, la Tradición, al modo en que nos
es expuesta por el autor, es la antítesis del liberalismo. Aquélla supone algo permanente que es transmitido como un
patrimonio, como una herencia social que se transmite de unas instituciones a
otras. Encuentra su fundamento en un doble derecho: el de los ancestros a la
perpetuidad de sus obras, y el de los venideros a que no se les despoje de
un patrimonio que les corresponde. Entre
estos dos derechos, se alza el deber de las generaciones intermedias de
respetar el caudal hereditario. Si éstas no cumplieran con este deber, incurrirían,
a decir de Mella, en una anarquía sucesiva: “Las generaciones sin respeto a los antepasados, ni deberes con los
venideros, armados con el derecho absoluto al derribo hasta de la casa en la
que nacieron, forman la anarquía sucesiva”[10]
El otro componente de la democracia liberal
resaltado por Mella, es el principio democrático. La democracia es una teoría
acerca del origen del poder político. Afirma una regla de forma axiomática a la
que todos deben someterse: la de la voluntad general expresada a través de las
mayorías.
El teórico de la democracia moderna es Rousseau,
que recoge las doctrinas del pacto social ya formuladas por Locke y sus
consecuentes del status naturalis, y
el paso al status civilis. Vázquez de
Mella critica al “buen salvaje”
roussoniano, que, en su opinión,
convierte toda forma social de civilización en malvada al pervertir al hombre.
A propósito de esta misma idea, Ortega y Gasset nos dirá en “Ideas y Creencias”: “todos deseamos que el hombre sea bueno, pero
el Rousseau que nos han hecho padecer creía que ese deseo estaba ya realizado
desde luego, que el hombre era bueno de suyo y por naturaleza. Lo cual nos ha
estropeado siglo y medio de historia europea”[11]
Pero volviendo a Mella, éste nos dice que, la
tesis roussoniana cree que la sociedad, el pueblo, suma de individuos
igualmente soberanos y naturalmente buenos, no puede desear su mal, y caso de
que algún individuo lo hiciera, se vería corregido por las voluntades de los
otros. Así, y dada la imposibilidad de gobernar por sí, el pueblo elegiría a
los más justos y capaces. Pero en este razonamiento, Mella afirma advertir un
error:
“consiste
en creer que, por medio del sufrago universal, la elección se convierte en
selección; la cantidad designa a la calidad, los incapaces a los capaces, los
ignorantes a los doctos, la masa analfabeta a los sabios, la mayoría pecadora a
la minoría virtuosa y, en una palabra, el mayor número juzga, discierne y
aquilata las dotes de los gobernantes y los eleva y los coloca en las alturas,
retirándose modestamente a obedecer, cuando debiera mandar, pues más
condiciones requiere y demuestra el juzgador que el juzgado y el elector que el
elegido”[12]
Resulta consecuentemente y según afirma, un
absurdo sostener una voluntad general según la cual, no pudiendo los hombres
individual y separadamente tener certeza alguna, todos juntos resultan
infalibles.
Para Mella la verdadera democracia no consiste en
el ejercicio del mando por parte de todos, lo que es imposible, sino en el “derecho a ser bien gobernado”. La
verdadera democracia cristiana, que propugna Mella, no consiste en un sistema
igualitarista, en la línea uniforme para todos, sino en el derecho a romper esa
línea; no se trata de doblegar todas las voluntades a un derecho común, ni en
la facultad de ser igual con los más, sino, muy por el contrario, en la
posibilidad de diferenciarse, de desigualarse
y ascender meritocráticamente sobre el nivel de la multitud. Es lo que llama
una democracia por elevación en
contraste con la democracia criticada que sería una democracia por descenso, fruto maduro de una pasión ruin.
Lo anterior no debe confundirse con la ausencia de
participación ciudadana en la res publica,
sino que predica el sufragio universal a la manera orgánica, acuñando el
concepto de voto acumulado. Consiste
éste en atribuir tantos votos a los individuos como grupos sociales a los que
pertenezcan, que nunca serán demasiados al no poder pertenecer la personas a
más de un reducido número de profesiones, corporaciones o estados. Así el militar
será militar, pero no podrá ser al tiempo magistrado o profesor, o el
agricultor será tal, pero no podrá ser al tiempo magistrado. Esta es la manera
orgánica de concebir el voto, como expresión
de la fórmula política que se dio en llamar sociedalismo.
Luego Mella no rechaza la democracia, sino una
forma que afirma falsa de la misma:
“En un
alto sentido de escuela nosotros admitimos la democracia, no ya como
compatible, sino como esencial de toda verdadera monarquía; pero es
entendiéndola como el mantenimiento igual de todos los derechos comunes y
distintos de las clases y de las personas individuales y colectivas
jerárquicamente ordenadas”[13]
C) EL
DERECHO PÚBLICO.
Para comprender el origen del Derecho en el
pensamiento mellista, hay que reflejar brevemente el ideario de la Escolástica.
Partiendo de la idea de Dios, principio y fin de todas las cosas, Mella expone
como el Creador, no sólo le asignó un fin a su Creación, sino que también le
marcó un camino para su logro. Este camino es la lex aeterna, de rancia consideración en la Escolástica, es decir,
la misma razón y voluntad divina que manda conservar el orden natural y prohíbe
su violación, ley suprema de todo lo existente, que hace que las cosas observen
su curso natural; ley que, cumplida de modo necesario en la materia inerte, en
el mundo vegetal y animal dada su carencia de alma y libre albedrio, va siendo
descubierta por el hombre a través del conocimiento de las leyes llamadas
naturales, pero sin menoscabar en modo alguno la libertad humana.
Esta ley eterna, impuesta de una manera necesaria
al mundo inferior y acatada por el hombre de un modo libre, es el eje supremo
en cuyo derredor gira todo el universo; porque el orden de la naturaleza no es
sino la colocación de cada cosa en el lugar que le asignó la voluntad divina; y
el orden moral es la aceptación libre y espontánea de la misma ley en cuanto
deslinda lo honesto; y el orden jurídico resulta del libre juego de los
derechos y deberes emanados de la ley eterna.
Fundamentado el orden universal sobre el
cumplimiento de esa ley eterna en sus varias manifestaciones, todo poder
cualquiera que sea su especie, es una derivación del poder divino. Todos son
partícipes, aunque en muy diversa manera del poder soberano de Dios sobre la
Creación entera. Así queda consagrado el ejercicio legítimo de toda autoridad,
a la vez que es santificada la obediencia, convirtiéndola de yugo servil en
sumisión voluntaria que dignifica al obediente.
De este modo el poder público cristiano viene a
ser el intérprete de aquella ley natural, y ha de recogerla en leyes positivas
que garanticen su cumplimiento. Por tanto el soberano no es el creador de las
instituciones sociales, sino un mero conservador de las mismas que ha de
proceder respetando su propia norma constitutiva. Queda así la sociedad ante el
soberano, como un todo armónico y orgánico, donde cada hombre vive vinculado al
estado, por medio de las unidades naturales de convivencia social.
- El
tránsito de la soberanía individual a la colectiva. Irrepresentatividad de
ésta.
La cuestión de la soberanía tiene en Mella una
especial relevancia, que nos obliga a considerar, de forma previa a su Teoría de las dos soberanías, la
cuestión del tránsito de la soberanía individual a la colectiva del pensamiento
roussoniano. Advierte que, el pesimista ginebrino pone la soberanía en los
individuos, y éstos se ven parcialmente desprovistos de ella, al pasar del status naturalis al status civilis, a pesar de ser un derecho innato de todos y cada
uno, éste es mutilado. Queda pues formado el poder público, por las mermas
representadas por las partes de soberanía enajenadas por los individuos.
Esta construcción, que partiendo de la autonomía
individual pasa a sostener una soberanía colectiva, no es admitida por Mella,
¿por qué?: “Porque admitiendo el derecho
de cada individuo a regirse y gobernarse a sí mismo, con entera independencia
que los demás y sumando esas autonomías individuales, no se produce nunca esa
soberanía colectiva que pueda mandar ni siquiera a un hombre solo”[14]
Coba de este modo excepcional importancia el tránsito de la soberanía individual a la soberanía colectiva, ya
que aún no ha podido ser justificado. Pero incluso admitiendo la soberanía
colectiva como suma de las individuales, lo que Mella no admite en ningún caso,
al no poderse justificar, es el concepto de representación
pública.
Asevera que la soberanía, siendo inherente a la colectividad,
viene a ser por naturaleza irrepresentable. De aquí el dislate de los
doctrinarios – en concreto se opuso enconadamente a Cánovas del Castillo en
esta cuestión – que admitiendo que la soberanía es inherente a la colectividad
y después, teniendo que admitir que es imposible que la colectividad ejercite
por sí misma la soberanía, acuden al subterfugio de la representación, bien como
delegación del poder; o bien como delegación del ejercicio del poder. Pero la
representación, por la propia lógica del sistema, tiene que ser perpetua. Lo
que supone que, aunque sean distintos los sujetos que la ejercitan en cada
momento, lo que no siempre ocurre, puesto que son perpetuas las funciones del
Estado que por la representación desempeña, resulta que hay una sola soberanía
colectiva que no puede ejercer nunca por sí misma sus propias funciones, es
decir un derecho separado, no circunstancialmente, sino de modo perpetuo de su
ejercicio por el titular. Resulta admisible que un derecho y su ejercicio
puedan existir separados por causa eventual, pero nunca que lo estén de manera
definitiva, ya que no es de recibo admitir un derecho, al cual además se supone
inalienable, repartido en dos. Siendo así que, frente a los demócratas
doctrinarios, apoya a los que él denomina demócratas
lógicos, como Proudhon o el mismo Rousseau, considerando que si fuera
realizable la democracia directa, ésta sería la unidad lógica.
Así, su discípulo Víctor Pradera en El Estado Nuevo, efectúa una dura
crítica de las doctrinas de Rousseau culminando ésta con la siguiente frase: “Consignémoslo simplemente: en la democracia
no cabe representación. Quien quiera que en ella pretenda ejercer la soberanía
con aquel título, es un usurpador”[15]
-
La teoría de las dos soberanías.
Frente a la mencionada soberanía popular que el
Enciclopedismo francés del S. XVIII proclamó como dogma, Mella, paralelamente a
la teoría de la soberanía formulada por Maurice Hariou, proclama la soberanía dual. Ambos partirán de una concepción orgánica de la sociedad, tan
al uso en todos los órdenes a principios del S. XX (bástenos recordar a
Spengler en la Filosofía de la Historia o a Hausoffer, padre de la
Geopolítica), pero mantienen una esencial diferencia. Hariou aporta la soberanía individual de sujeción, frente
a la cual, Mella, recogiendo las doctrinas clásicas del tradicionalismo
español, remite a los núcleos colectivos llamados naturales, como sede de la soberanía social, que en unión de la soberanía política forma la soberanía dual.
La soberanía social nace en la familia y se
desarrolla en una doble jerarquía ascendente de las sociedades complementarias:
los municipios, donde se aúnan las familias con el fin de cubrir las
necesidades comunes, haciendo de los municipios una sociedad natural y no una
creación legal del estado; que se desarrolla en la comarca, y que llega a la
región como la entidad más alta de esa jerarquía ascendente, que se completa
con otras sociedades derivativas de la familia, como los centros de enseñanza y
ciertas corporaciones económicas. De aquí, que el estado suja de la soberanía
social, por lo que la soberanía política es así posterior, y nace como
complemento a la propia sociedad.
Entiende que estas dos soberanías se mantienen
independientes una de otra, y critica la posibilidad de su confusión que, a su
juicio, es una realidad den los regímenes parlamentarios y en los totalitarios.
En éstos, la centralización deviene en necesidad, con la consecuente
concentración del poder en un partido o en una poliarquía de partidos, de
carácter indiscutiblemente absolutista.
A propósito de las teorías de Mella acerca de la
soberanía dual, el Conde de Romanones, el prototipo de político liberal del
caciquismo de la Restauración, dijo:
“ante la
grave crisis que hoy en el mundo está travesando el régimen parlamentario y los
gobiernos de gabinete, sus teorías sobre el origen de la representación,
buscándola en lo que él llama con frase admirable ‘aristocracia de la sangre –
bien distinta de la aristocracia de la toga-‘no sería camino acertado para
salir del impasse donde las sociedades políticas se hallan sumidas y estancadas
a la hora presente”[16]
Lo que no deja de sorprender, conociendo los
corruptos modos de hacer política de los caciques de la restauración borbónica.
-
La monarquía tradicional.
A las dos soberanías, Mella suma un elemento
moderador, la monarquía. Ésta se aparta en la concepción de Mella, tanto de la
monarquía parlamentaria, como de la absoluta.
Considera inaceptable la monarquía parlamentaria,
por entender que ésta tan sólo mantiene los atributos externos y formales de
una monarquía. En el sentir de Mella, el rey que no es soberano en este
esquema, se encuentra a merced de los caprichos de los partidos representados
en el Parlamento, de los motines que efectúen o de los designios de los
oligarcas que los controlan. Considera que la monarquía liberal es centralista
y absorbente, y que en este régimen el verdadero poder constituido es el
Gobierno. Es más, cree que monarquía y liberalismo son incompatibles:
“La
monarquía hereditaria lleva ya en el principio de la herencia la oposición con
el liberalismo que, por la fuerza de la lógica, tiende a combatir todos los
poderes que no reconozcan su origen en la soberanía individual y no sean
revocables por la voluntad colectiva”[17]
Igualmente, rechaza la monarquía absoluta, al
creer firmemente en la limitación del poder del rey por dos cauces; primero,
por las leyes naturales, dice:
“nosotros
no admitimos más absolutismo que el de Dios y de tal manera lo reconocemos, que
la primera condición que exigimos a los reyes para serlo es que empiecen por
ser súbditos de Cristo para ser después soberanos nuestros”;
Y segundo, por la soberanía social, expresada en
una serie de libertades y derechos individuales y colectivos, limitativos del
poder del Estado.
Frente al absolutismo y el simbolismo de la
monarquía parlamentaria, Mella propugna la monarquía tradicional. EN la misma
el rey gobierna con responsabilidad social y una serie de limitaciones que
recoge, desde el “Rex eris recta facis”
visigodo, o el juramento real de la antigua corona de Aragón, al “cuidado de guardar al rey de sí mismo”,
recogido como deber del súbdito en la Ley 25, tit. 13 de la Partida 2ª.
En conclusión, Mella creé que la monarquía
tradicional es la verdaderamente popular y la única que, con su autoridad no
desmembrada ni sometida a extrañas tutelas, aunque limitada por contenciones
sociales, tiene fuerza y prestigio para resumir en sí los anhelos de los
pueblos.
-
El constitucionalismo.
El constitucionalismo tiene unos orígenes contradictorios. Como
doctrina, el parlamentarismo apareció en la obra de Locke Los dos ensayos sobre el gobierno civil, al considerar éste el
poder civil, con motivo de la revolución inglesa de 1688 que entronizó a Jorge
Monk. Atribuía el poder legislativo al parlamento y el ejecutivo al rey. Con
posterioridad, Montesquieu añadió un poder más a los dos de Locke, de este modo
quedaba conformado el constitucionalismo difundido por el continente.
De esta evolución, Mella nos dice:
“El
parlamentarismo no podía venir al mundo más que teniendo por padres a dos
lógicos, de los cuales Locke, afirmaba que la materia compuesta y particular
podía tener por atributo el pensamiento, simple y universal en su objeto; y
Montesquieu, que proclamaba el fatalismo de su original y la libertad de las
copias contra otros originales también, que mataba la libertad primero y la
proclamaba después”[18]
Mella atribuye al ideal constitucionalista, el
carácter de fruto y consecuencia de la propia historia inglesa. Por lo tanto,
para copiar la constitución británica resulta necesario copiar la historia
entera de esta nación, su carácter y su raza, toda su contextura psicológica y
vital. Pero como las naciones no se copian, resulta necesario hacerse ingleses:
“lo que Montesquieu vino a decir, en
resumen, a Francia, es que dejara de ser lo que era y que se hiciese inglesa.
Juana de Arco debió estremecerse de júbilo en su tumba”[19]
Entiende que una copia de un pueblo aplicada a
otro, es un apriorismo que niega la
historia de esa nación conculcando su ser: “La
planta constitucionalista, como es una flor de cementerio que sólo brota
alrededor de los sepulcros, siempre crece en la misma medida que un pueblo se
pudre”[20]
Realiza una demoledora crítica de la constitución
de 1876. Comienza por afirmar que es una mezcla de constitución y carta
otorgada en la que no queda claro, salvo en la teoría de su artículo 8º, a
quien corresponde la soberanía. Critica la institución del refrendo de los
actos del rey, que vacía de contenido todas las atribuciones reales que la
constitución contempla. De hecho, este refrendo hace que sean inútiles todas
las limitaciones de los poderes reales previstas en la constitución, ya que
estos sólo pueden ser ejercidos con el correspondiente refrendo ministerial.
Así apreciará como sigue la relación entre la libertad del rey para obrar, la
imputabilidad y la responsabilidad de éste: “Son
tres conceptos inseparables. No se pueden negar sin destruir los demás, y no se
puede afirmarlos sin sostenerlos todos. Si no hay responsabilidad, es que no
existen acciones imputables; si no existen acciones imputables, es que no se
han realizado o que no había libertad para realizarlas. Y por la misma razón,
si no hay imputabilidad, es que no existe responsabilidad, ni libertad en
ejercicio; y si no existe libertad actual o potencial, es imposible hacerla
responsable ni imputable de nada, ni por razón ni por omisión. La psicología
ética y la ética parlamentaria lo han arreglado de otra manera, y han puesto en
un sujeto la libertad, y la imputabilidad en otro; pero la consecuencia ha sido
no poner la responsabilidad en ninguno”[21]
No sólo serán estas cuestiones de la
responsabilidad y de los poderes del rey las que serán objeto de la atención y
crítica de Mella, también se acercará a la cuestión del poder constituyente, al
límite de las garantías constitucionales, al cesarismo parlamentario, y por último
a lo que considera la resurrección del Derecho político pagano. Concluyamos la
cuestión con sus propias palabras:
“Las
constituciones doctrinarias son argumentaciones dislocadas en que hábiles
sofistas o entendimientos achatadas han mezclado arbitrariamente las premisas y
las conclusiones. Vistas aisladamente y agrupadas con simetría, forman curiosos
mosaicos, que el vulgo toma fácilmente por obras de arte; pero cuando se les
aplica la linterna de la lógica, se ve que el arte no pasa de una alfarería
rudimentaria. En todas las leyes modernas, como hechas por modelos constitucionales,
sucede lo mismo. Parecen obra de un jurista que se hubiese vuelto loco al
terminarlas, si estar muy cuerdo al escribirlas, y que, después de un rato de
furia o quizás de un momento lúcido, trastornase los artículos, mandándolos
revueltos a la imprenta. El orden lógico está proscrito como cosa del antiguo régimen”[22]
-
El Regionalismo.
No es la cuestión regionalista, algo que se sitúe
en el campo de lo especulativo, sino una preocupación de primer orden en la
vida de nuestra sociedad. Mella, enemigo profundo del centralismo liberal, no
concebía a España desde una perspectiva uniformadora, sino de unidad en la
variedad. Así no dudará en recoger lo que San Isidoro de Sevilla, al señalar
las condiciones de la ley (honesta, justa y posible) en los Concilios de
Toledo, añade que ha de ser, “secundum
natura” y “secundum patriam”; es
decir según las costumbres de las naciones. Este mismo sentir, más de mil años
después continuaba vivo en Jovellanos en sus Apéndices a la Memoria de la Junta Central, en los que, ante el
proyecto afrancesado de constitución gaditana, oponía los criterios
fundamentales de la más tarde ensalzada, por doctrinarios y tradicionalistas,
constitución interna, posteriormente, será recogido, entre otros, por Mella.
Mella afirma que para que el regionalismo exista,
no es necesario un regreso al pasado, basta que las regiones sean lo que deben
ser. Define este concepto como un vasto sistema jurídico que se apoya, entre
otras cosas, en un hecho y un principio. El hecho es la personalidad de la región,
pero no sólo la histórica, sino la actual, y el principio es el derecho que
expresa gráficamente el término autarquía, esto es, el derecho de toda persona
individual o colectiva a alcanzar su fin propio por sí misma y sin que otra se
interponga, con su acción entre su actividad y su objeto, tratando de hacer sus
veces y de reemplazarla, aunque para esto necesite la cooperación de los demás
y obre interior y exteriormente conforme al orden superior en que las
prerrogativas de toda personalidad se fundan.
Mella ve las diferencias filológicas que, en mayor
o menor medida, todas las regiones ostentan, y a las que se suman sus
condiciones geográficas y sus nexos internos de la unión, para formar su
psicología particular. Entiende que todo esto no basta para constituir una nación,
si bien sobra, según expuso en el discurso sobre el fundamento del regionalismo
pronunciado en Santiago de Compostela en 1902, para formar una región. Observa
que España es “una federación de regiones
que han participado de una vida común y colectiva a lo largo de la Historia y
que se han formado una unidad superior nacional que con sus caracteres las
sella y las enlaza”[23]
También nos ofrece una definición descriptiva de
su noción de región y de su integración en el todo nacional, diciendo de ésta
que es: “una sociedad pública y una nación
incipiente que sorprendida es un momento de su desarrollo por una necesidad
poderosa que ella no puede satisfacer, se asocia con otra u otras naciones
completas o incipientes como ella y las comunica algo de su vida y se hace partícipe
suya, pero sin confundirse, antes bien, marcando las líneas de su personalidad
y manteniendo íntegros, dentro de esa unidad, todos los atributos que la
constituyen”[24]
Concluyamos diciendo que, la diferencia entre el
regionalismo mellista, y el nacionalismo, reside en que para este último, el
Estado es el enlace entre distintas naciones que no tienen en común más que la
soberanía política de este Estado. Sin embargo para Mella, España es una
congregación de regiones que tienen personalidad histórica y jurídica distinta,
pero que no son todos completos, ni unidades históricas y sustancias independientes,
sino que han juntado una parte de su vida y con ella han formado esa entidad
superior.
Bibliografía
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- OYARZÚN, Román. Historia del Carlismo. Ediciones FE. Sevilla. 1939.
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- RODRÍGUEZ, Victorino. El Régimen Político de Santo Tomás de Aquino. FN Editorial SA. Madrid 1978.
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- VÁZQUEZ DE MELLA, Juan. Vázquez de Mella y la Educación Nacional. Selección de Textos. Junta del Homenaje a Mella. Talleres Penitenciarios de Alcalá de Henares. 1950.
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- WILHWLMSEN, Frederick D. Hacia una Filosofía del Carlismo. Navarra. 1983.
Publicaciones periódicas.
- Ahora Información. Nº 35 y 36. Barcelona. 1998.
- Razón Española. Vols. XI y XII, 1998; y XVIII. 1992.
[1] VÁZQUEZ DE MELLA, Juan. Obas
completas de D. Juan Vázquez de Mella. Vol. III. Ed. Junta de Homenaje a
Mella. Madrid. 1931, pág. 6. Fragmento de una conferencia pronunciada en la
Academia Universitaria Católica, el 13 de Noviembre d e 1908.
[2] VÁZQUEZ DE MELLA, Juan.
Op. Cit. Vol. III, pág. 62.
[3] VÁZQUEZ DE MELLA, Juan.
Op. Cit. Vol. III, pág. 64 y ss.
[4] VÁZQUEZ DE MELLA, Juan.
Op. Cit. Vol. III, pág. 66.
[5] VÁZQUEZ DE MELLA, Juan.
Op. Cit. Vol. III, pág. 67.
[6] Citado en ACEDO
CASTILLO, J.. en Razón Española nº 88, Ed.
Fundación Balmes. Madrid, pág. 17.
[7] Citado pr DE MIGUEL.
RAIMUNDO. Liberalismo y Tradicionalismo
para Dº Juan Vázquez de Mella. Edit. Católica Española SA. Sevilla, 1980.
Pág. 16.
[8] Ibidem.
[9] Citado por DE MIGUEL,
Raimundo.Op. Cit. Pág. 17.
[10]
Citado por DE MIGUEL, Raimundo.Op. Cit. Pág. 25.
[11]
ORTEGA Y GASSET, José. Ideas y Creencias. Alianza Editorial
& Revista de Occidente. Madrd. 1990.
[12]
Citado por DE MIGUEL, Raimundo.Op. Cit. Pág. 5.
[13]
Citado por DE MIGUEL, Raimundo.Op. Cit. Pág. 11.
[14] Citado en ACEDO
CASTILLO, J.. en Razón Española nº 88, Ed.
Fundación Balmes. Madrid, pág. 161.
[15] PRADERA, Víctor. El Estado Nuevo. Editorial Prensa
Española. Burgos. 1937. Pág. 142.
[16] Citado en Ahora Información, Nº 36. En el LXX Aniversario de Mella. Barcelona.
1998.
[17] VÁZQUEZ DE MELLA, Juan.
Op. Cit. Vol. III, pág. 379.
[18] Citado por DE MIGUEL,
Raimundo.Op. Cit. Pág. 15.
[19] VÁZQUEZ DE MELLA, Juan.
Op. Cit. Vol. III, pág. 92.
[20] VÁZQUEZ DE MELLA, Juan. Op. Cit. Vol. III, pág. 93.
[21] VÁZQUEZ DE MELLA, Juan. Op. Cit. Vol. III, pág. 96.
[22]
VÁZQUEZ DE MELLA, Juan. Op. Cit. Vol.
III, pág. 98 y ss.
[23]
VÁZQUEZ DE MELLA, Juan. Op. Cit. Vol.
III, pág. 204.
[24] VÁZQUEZ DE MELLA, Juan. Op. Cit. Vol. III, pág. 207.
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