“Toda vida económica es la expresión de una vida
psicológica. Una
economía puede moldearse según el alma de una generación. La Economía tiene un
deber moral”
Oswald Spengler.
“La Decadencia de Occidente”
Oswald Spengler.
“La Decadencia de Occidente”
La crisis que comenzó en 2008 obedece a la misma
mentalidad a la que obedeció la crisis de 1929, de ahí la gran semejanza en la
evolución y en las reacciones ante su magnitud. Al igual que en 2008, la
crisis del 29 también comenzó en los EE.UU. su causa primera hunde sus raíces en el final de la Primera Guerra Mundial, teniendo su punto
álgido el 24 de Octubre de aquel fatídico año, conocido como “Jueves negro” de la Bolsa de Nueva York. La Guerra Mundial había convertido
a los Estados Unidos en el principal proveedor de materias primas y productos
alimenticios e industriales del mundo, haciendo de este país su principal
acreedor, razón por la que Europa era completamente dependiente de la nueva
potencia económica mundial. El conflicto europeo en el que los EE.UU. habían
entrado para garantizar la victoria de sus principales deudores, las potencias
occidentales, había proporcionado un crecimiento industrial a la potencia
americana, estimado en un 15%, que consolidó sectores industriales nuevos como
la industria eléctrica, la química, la petroquímica, la aeronáutica, la
automotriz, el cine o la radiofonía. La agricultura estadounidense también se
vio beneficiada, al tener que cubrir las amplias necesidades de las potencias
europeas. Esta posición de abastecimiento de toda suerte de mercaderías a las
potencias de la Entente, convirtieron a su flota mercante en la segunda del
mundo tras la británica. De esta manera, gracias a la guerra los Estados Unidos
se convirtió en el motor de la economía mundial. La prosperidad que supuso para
su sociedad y el bajo coste en vidas humanas de su intervención bélica, hizo
que se produjera un cambio en la sociedad norteamericana, que se empezó a
percibir a sí misma como una sociedad opulenta y dinámica. La prensa conoció un
gran esplendor, proliferaron las revistas especializadas, las deportivas, las
especializadas en temas femeninos, y la
radio se difundió comenzando a utilizarse como un instrumento de publicidad
masiva. Al final de la década existían casi 14 millones de receptores en
Estados Unidos. La América opulenta se reveló así a los ojos del mundo, como el
paradigma de las libertades, de las posibilidades de enriquecimiento y del
bienestar, impulsados por los valores de éxito e iniciativa y esfuerzo
individual. Por el contrario, la pobreza y el fracaso fueron considerados
signos de pereza, falta de inteligencia, debilidad e incompetencia. Este
sistema de valores era la herencia directa que, a través del ideario calvinista
protestante aún vigente, han heredado los EE.UU. del Judaísmo, como ya pusieron
de manifiesto Max Weber y Werner Sombart.
El estilo de vida individualista, se cimentaba en
el consumo de bienes impulsado por la publicidad, el crédito y las ventas a
plazos [1]. En la posguerra, el progreso tecnológico de las décadas anteriores,
puso a disposición de los consumidores bienes que hacían la vida más cómoda y
agradable. La aparición de radios, automóviles, teléfonos y electrodomésticos
como las lavadoras o las neveras, hizo crecer el consumo de bienes impulsado
por el crédito barato y fácil. También surgieron los primeros espectáculos de
masas modernos como el cine, los deportes, los cabarets, el teatro musical, se
generalizó el interés por la alta costura y se difundieron las nuevas y
elementales corrientes musicales de origen negro americano como el “jazz”, el
charlestón o el “blues”. Todos estos fenómenos sociales se tradujeron en bienes
y servicios dirigidos al consumo, que alimentaron a toda una industria que
hasta entonces no había sido económicamente significativa, lo que dio lugar a
un optimismo desmedido y eufórico llevó a llamar a esta década los “felices
años veinte”. Pero este optimismo que en Estados Unidos impregnó a las clases
altas y medias, fue menos intenso en el resto del mundo, reduciéndose a los
sectores económicamente fuertes, que gozaban de suficientes recursos para
imitar el modo de vida americano.
No sólo se renovó la sociedad americana con la
aparición del consumismo, también las infraestructuras se renovaron, el sistema
energético creció como consecuencia del desarrollo industrial sin precedentes,
sobre todo a partir del incremento del consumo de petróleo y electricidad, como
consecuencia de la expansión de actividades relacionadas indirectamente con las
nuevas industrias, como la construcción de carreteras, de aeropuertos, de
viviendas de fin de semana, etc. Esta febril actividad económica, hizo que la
competencia industrial fuera muy fuerte, forzando la competencia empresarial
una reorganización de la propiedad del capital, aumentando la concentración del
capital empresarial lo que dio lugar a
la formación de grandes corporaciones (trust, cartel, holding), especialmente
en USA y Alemania.
La organización del trabajo también vivió una
verdadera revolución, la industria se hizo más eficiente al incorporar nuevas
formas de producción creadas por el Taylorismo [2]
y el Fordismo [3], encaminadas a aumentar la producción y reducir los
costes, lo que tuvo como consecuencia la aparición del trabajador especializado
y el nacimiento de una incipiente clase media norteamericana, también conocida
como el “american way of living”, que adquirió un carácter urbano debido a la
emigración a las ciudades de parte de la población rural. Estos cambios en la
forma de organizar el trabajo, y en concreto la especialización en la
producción, supuso que grandes áreas geográficas se dedicaran a la producción
de unos pocos artículos, influyendo estas circunstancias sobre el desarrollo
del urbanismo y las vías de comunicación, haciendo a cada una de estas
regiones, muy dependientes de sectores específicos de producción.
Finalizada la guerra, comenzó a afluir desde todos
los rincones del mundo una fuerte inmigración desde el extranjero hacia los
EE.UU. en busca de oportunidades, principalmente Alemania, Polonia, Italia,
China, hacinándose en los peores barrios de las ciudades en los que reinaba la
pobreza. Esos inmigrantes eran portadores de lenguas, religiones, costumbres y
diferentes ideales políticos, de modo que en no pocas ocasiones chocaron con
los propios de los norteamericanos, que reaccionaron aferrándose al modelo
"WASP" (blanco, anglosajón, nativo y protestante). La percepción de
la "otra América", la de los que llegaban, se convirtió en un
problema social, político y moral. Desde la mentalidad puritana protestante, se
difundió la idea de que el país estaba siendo corrompido por ideas y modos de
vida extraños procedentes de una Europa decadente, identificándose a los
inmigrantes con la ingesta de alcohol, la pobreza la suciedad y el vicio. Ante
el fenómeno inmigratorio, de cara al exterior la Administración republicana del
momento optó por una política de control de la emigración, prohibiendo la
entrada de emigrantes de origen asiático y restringiendo la entrada de europeos
eslavos y latinos mediante leyes como las promulgadas en 1921, la “Immigration
Act” de 1924, también conocida como "Johnson-Reed Act". De cara al
interior, el gobierno prohibió por ley el consumo, fabricación y venta de
alcohol, se conoce este período como el de la "Ley Seca", lo que dio
lugar a un floreciente contrabando que alumbró la creación de bandas
organizadas de delincuentes que ejercieron el control de un mercado negro,
favoreciendo indirectamente el fenómeno de las mafias y el “gansterismo”.
En el interior del país, la emigración de población rural a las ciudades fue debida a que tras el auge experimentado con la guerra, terminada ésta la agricultura no tuvo un crecimiento similar a la industria. La guerra había reducido a la quinta parte los campos europeos de trigo, aumentado la demanda europea de este cereal, lo que aumentó el precio de este cereal. Para satisfacer esta demanda, los granjeros estadounidenses aumentaron sus superficies cultivables, para lo que adquirieron nuevas tierras a precios cada vez más altos, dada la mayor demanda de tierras. Para poder comprar esas tierras, adquirieron créditos garantizados con hipotecas sobre las mismas tierras que adquirían. Además de poner en producción nuevas tierras, la agricultura se comenzó a mecanizar progresivamente, y el cultivo de secano y el uso de fertilizantes y pesticidas, hizo aumentar la producción por hectárea. Finalizada la contienda y con la caída progresiva de la demanda europea de cereal, el resultado fue un exceso de oferta que en 1925 produjo una sobreproducción de trigo que saturó el mercado europeo occidental. Entonces, el precio del trigo bajó hasta llegar al mínimo histórico de 1930, con lo que los cultivadores de trigo se arruinaron, y lo mismo les ocurrió a los productores de algodón o café. Con la caída de los precios las hipotecas no pudieron ser satisfechas, y los bancos se apoderaron de grandes extensiones de tierras. Además, con el estallido de la crisis en 1929, las ciudades redujeron sus gastos en productos agrícolas y la situación de los agricultores empeoró, sumándose a la depresión industrial y financiera la depresión agrícola. Con la caída de las rentas de los agricultores, muchos vendieron sus tierras por debajo de su valor real y se fueron a las ciudades del Oeste para incorporarse a la industria, aumentando la oferta de trabajo y el retroceso de su retribución.
En el interior del país, la emigración de población rural a las ciudades fue debida a que tras el auge experimentado con la guerra, terminada ésta la agricultura no tuvo un crecimiento similar a la industria. La guerra había reducido a la quinta parte los campos europeos de trigo, aumentado la demanda europea de este cereal, lo que aumentó el precio de este cereal. Para satisfacer esta demanda, los granjeros estadounidenses aumentaron sus superficies cultivables, para lo que adquirieron nuevas tierras a precios cada vez más altos, dada la mayor demanda de tierras. Para poder comprar esas tierras, adquirieron créditos garantizados con hipotecas sobre las mismas tierras que adquirían. Además de poner en producción nuevas tierras, la agricultura se comenzó a mecanizar progresivamente, y el cultivo de secano y el uso de fertilizantes y pesticidas, hizo aumentar la producción por hectárea. Finalizada la contienda y con la caída progresiva de la demanda europea de cereal, el resultado fue un exceso de oferta que en 1925 produjo una sobreproducción de trigo que saturó el mercado europeo occidental. Entonces, el precio del trigo bajó hasta llegar al mínimo histórico de 1930, con lo que los cultivadores de trigo se arruinaron, y lo mismo les ocurrió a los productores de algodón o café. Con la caída de los precios las hipotecas no pudieron ser satisfechas, y los bancos se apoderaron de grandes extensiones de tierras. Además, con el estallido de la crisis en 1929, las ciudades redujeron sus gastos en productos agrícolas y la situación de los agricultores empeoró, sumándose a la depresión industrial y financiera la depresión agrícola. Con la caída de las rentas de los agricultores, muchos vendieron sus tierras por debajo de su valor real y se fueron a las ciudades del Oeste para incorporarse a la industria, aumentando la oferta de trabajo y el retroceso de su retribución.
La reactivación económica iniciada en Estados
Unidos en 1922, fue algo más tardía en el viejo Continente comenzando hacia
1924, momento en el que se inició una etapa expansiva de la economía mundial en
un clima de ciega confianza en el sistema capitalista. Al tiempo que se
producía esta explosión de actividad económica, los capitalistas buscaron
nuevas negocios para invertir sus ganancias, para lo que buscaban aprovechar
cuantas oportunidades se ofrecían, ya fuera prestando dinero a varios países
extranjeros, principalmente a la República alemana de Weimar, o “deslocalizando”
sus industrias a países “emergentes” como Argentina y Brasil, entre otros
-“Nihil nuovo sub sole”-. Y cuando no era posible trasladar la producción,
invertían en la adquisición de maquinaria que permitiese seguir aumentando la
producción y reduciendo el factor trabajo empleado para obtenerla. Con ello los
salarios, al hacer del trabajo humano algo menos valioso cada vez, caían
paulatinamente.
Ya desde antes de la Gran Guerra, el sistema económico capitalista se había convertido en un frágil mecanismo, en el que cualquier perturbación se transmitía de forma rauda y con efecto multiplicador a todas sus terminales nacionales. Y con los cambios experimentados con el conflicto, la economía mundial estaba en situación de desequilibrio respecto a la de Estados Unidos, por lo que no se podía generar una demanda suficiente en los países europeos que pudiese sustentar la expansión industrial de estos, dado que los recursos revertían a los EE.UU. para pagar las deudas de guerra. Pero la opinión en el Congreso estaba dividida respecto de esta cuestión. Algunos republicanos si bien no recomendaban una reducción de la protección arancelaria de los EE.UU., sugerían evitar cualquier elevación de los impuestos a las importaciones, para no obstaculizar aún más las exportaciones europeas. Estaba claro que para que Europa pudiera pagar su deuda de guerra, debía poder exportar. Sin embargo, en las elecciones presidenciales de 1920 triunfó Warren G. Harding, que era partidario de elevar la protección arancelaria; de tal modo que en 1921 se sancionó una ley elevando los impuestos a las importaciones de los productos agrícolas, y en 1922 se puso en vigor la ley de protección industrial, que tuvo una repercusión mucho más fuerte. Estas leyes proteccionistas tomaron el nombre de sus promotores Fordney-McCumber Tariffs. La consecuencia de esta política proteccionista fue, que si Europa no podía vender en los mercados norteamericanos, tampoco podría contar con las divisas necesarias para comprar el excedente de producción de los EE.UU., lo que perjudicaba notablemente las exportaciones norteamericanas. La situación se complicaba aún más, debido a que la falta de exportaciones dificultaba extraordinariamente el pago de la deuda, que llegó a alcanzar un importe total aproximado de 10.000 millones de dólares, por lo que la ley Fordney-McCumber venía a empeorar aún más la situación de las endeudadas economías europeas.
Esta dificultad para exportar dio lugar a que ya en 1925, comenzase la acumulación de “stocks” de diversos productos en los almacenes norteamericanos. En 1928, se empezaron a percibir las primeras señales de peligro. Los salarios de los trabajadores se habían quedado muy por debajo de los beneficios y los dividendos de los propietarios del capital, por lo que el cada vez más reducido poder adquisitivo de las rentas del trabajo, no podía absorber el volumen de lo que técnicamente se estaba produciendo, a pesar del creciente endeudamiento de los trabajadores para mantener su nivel de consumo. Y así, el aumento de la producción provocó la caída de los precios, se produjo lo que algunos economistas llaman el “ciclo infernal de la producción”, que acontece cuando al caer el precio de la demanda de productos por debajo de su coste de producción, se reducen puestos de trabajo para reducir costes y mantener el precio por encima del coste, lo que a su vez recorta la capacidad de adquisición de esos bienes haciendo caer la demanda de los mismos, y como consecuencia, nuevamente su precio. Así que muchas fábricas comenzaron a despedir a sus trabajadores.
Los cambios vividos alcanzaron a todos los aspectos de la vida económica y social de los EE.UU. El crecimiento económico que se inició en los primeros años de los “dorados veinte” dio lugar al consumismo, y para sostenerlo la FED practicó una política monetaria expansiva. Entre 1921 y 1929 la Reserva Federal (FED) aumentó la masa monetaria en un 62%, y abarató del crédito, bajando los tipos de interés de un 5% a un 3,5% en 1924, volviendo en 1928 a subir el tipo de interés al 5%. Estas medidas potenciaron el consumo y la producción, entre 1921 y 1929 el Producto Interior Bruto (PIB) subió un 45%. Esta política crediticia basada en el dinero barato y abundante, fue aprovechada por gran número de pequeños bancos, que invirtieron en bolsa e hicieron préstamos al extranjero de una manera temeraria.
El clima de confianza por la bonanza económica, se
tradujo en la compra de acciones de empresas industriales por parte de un gran
número de personas, siendo la Bolsa de Nueva York el centro de la economía
mundial, a dónde llegaban capitales de todos los puntos del planeta. Esta afluencia
de capital nacional y extranjero a Wall Street, hizo que aumentara la demanda
de acciones, así que la inversión especulativa en acciones se fue transformando
en uno de los negocios más rentables, lo que llevaba a los “emprendedores” a
pedir créditos a los bancos para adquirir nuevos títulos y especular con ellos
en los mercados financieros, dado que la ganancia de las acciones podía llegar
a un 50% anual, y el interés que debían pagar por los créditos bancarios no
superaba el 12%. El mercado de valores se volvió tan atractivo, que cuando los
capitalistas comenzaron a tener dificultades para vender su producción,
invirtieron como reserva en bienes de lujo, y para mantener sus beneficios
invirtieron en la economía financiera especulativa, en la que obtenían
beneficios enormes, por lo que a finales de la década, las inversiones se
desviaban de forma generalizada a la inversión especulativa en acciones en
lugar de dirigirse al desarrollo industrial, lo que se tradujo en una
vertiginosa subida del Dow Jones Industrial Average de un 90%, en la segunda
mitad de los años 20. El instrumento financiero al uso que impulsó al alza el
índice bursátil, fue un nuevo tipo de préstamo conocido como préstamo marginal,
en el que el inversor solo necesitaba desembolsar el 10% del valor de las
acciones, con un préstamo por el otro 90% concedido por el “bróker”, sometido a
una condición conocida bajo el término de “margin call”, que consistía en que
el “bróker” podía exigir la devolución anticipada del préstamo en un plazo de 24
horas, si la cotización abierta en el mercado no llegaba a cubrir la garantía
exigida por el “bróker”, lo que llevaba al cierre obligatorio de esta posición.
En otras palabras, a la venta del acción y el reembolso del crédito al “bróker” con pérdidas para el inversor. Utilizando este sistema de adquisición de
acciones, el impulso de la psicología colectiva y el interés de las grandes
compañías en aumentar la cotización de sus acciones y no su valor real, lo que
ahora llaman sus “fundamentales”, hacían subir las cotizaciones de las
acciones, aunque éstas no reflejaban la situación económica real de las
empresas, y el crecimiento de muchas de ellas se había detenido. Sus acciones
seguían subiendo, sólo por la gran demanda de los especuladores financieros, a
los que ahora llaman “los mercados” y pasan públicamente por ser gente
respetable, no por su actividad productiva real.
En el último trimestre de 1929 se produjo la bajada de precios de la industria metalúrgica, especialmente en el sector automovilístico. A mediados del mes de Octubre surgió una tendencia generalizada a la venta de acciones en la Bolsa de Nueva York, que produjo la bajada de su cotización. La Banca Morgan intentó comprar para evitar la bajada sin éxito, y la tendencia bajista del mercado se acusó. El miércoles 23 de octubre de 1929, las autoridades de la Reserva Federal, el Departamento del Tesoro y otros burócratas de alto nivel llenaron el Hotel Willard Nueva York para asistir a la conferencia del economista americano más famoso de entonces, el profesor de la Universidad de Yale Irving Fisher, que exponía su opinión sobre el estado de la economía norteamericana. Después de explicar las razones a las que él creía que se debía el aumento de la productividad norteamericana durante la década de los veinte, Fisher pronosticó que la Bolsa neoyorquina subiría a final de año. Al día siguiente, jueves 24 de octubre de 1929, se produjo el “crash” de Wall Street, cuando más de 13.000.000 de títulos que cotizaban a la baja no encontraron comprador, y miles de inversores fueron a la ruina cuando se les exigió la devolución de los créditos contraídos para adquirir las acciones, y no los pudieron devolver. Días después, el índice de la Bolsa de Wall Street había descendido a menos de la mitad. Las exigencias masivas de devolución anticipada de los préstamos por parte de la banca de Nueva York fue devastadora para los mercados financieros. Cinco días más tarde, el 29 de octubre, conocido como “Martes negro”, el pánico se extendió y quienes tenían depósitos de dinero en cuentas bancarias, acudieron masivamente a retirarlos ante el temor generalizado a la quiebra bancaria y a la pérdida de sus fondos. Los bancos no eran capaces de hacer frente a los reintegros masivos, y como se había tratado de hacer frente al descenso de la demanda de los bienes de consumo con una expansión del crédito a los ciudadanos corrientes, se disparó la morosidad y los bancos se vieron desbordados por deudas incobrables. En esta situación, la banca dejó de conceder crédito y se negó a refinanciar las deudas existentes, lo que no evitó que aproximadamente 600 bancos americanos quebraran de forma casi inmediata. La Reserva Federal reaccionó contrayendo la masa monetaria, que decreció en unos 8.000 millones de dólares desde 1929 hasta 1933, causando con ello en este período la quiebra de 11.630 bancos del total de 26.401 de los Estados Unidos, lo que permitió a los grandes banqueros comprar a sus rivales más pequeños a un precio muy inferior al de su valor real. Empezó así un cierre masivo de bancos y empresas que se prolongó hasta la primavera de 1932. La actividad industrial experimentó una caída que condujo a una desocupación generalizada, de tal manera que se calcula que hacia 1932, existían en los Estados Unidos cerca de 13.000.000 de desempleados. La pobreza se extendió, y alcanzó a campesinos, obreros, empleados y profesionales liberales sin distinción.
En el último trimestre de 1929 se produjo la bajada de precios de la industria metalúrgica, especialmente en el sector automovilístico. A mediados del mes de Octubre surgió una tendencia generalizada a la venta de acciones en la Bolsa de Nueva York, que produjo la bajada de su cotización. La Banca Morgan intentó comprar para evitar la bajada sin éxito, y la tendencia bajista del mercado se acusó. El miércoles 23 de octubre de 1929, las autoridades de la Reserva Federal, el Departamento del Tesoro y otros burócratas de alto nivel llenaron el Hotel Willard Nueva York para asistir a la conferencia del economista americano más famoso de entonces, el profesor de la Universidad de Yale Irving Fisher, que exponía su opinión sobre el estado de la economía norteamericana. Después de explicar las razones a las que él creía que se debía el aumento de la productividad norteamericana durante la década de los veinte, Fisher pronosticó que la Bolsa neoyorquina subiría a final de año. Al día siguiente, jueves 24 de octubre de 1929, se produjo el “crash” de Wall Street, cuando más de 13.000.000 de títulos que cotizaban a la baja no encontraron comprador, y miles de inversores fueron a la ruina cuando se les exigió la devolución de los créditos contraídos para adquirir las acciones, y no los pudieron devolver. Días después, el índice de la Bolsa de Wall Street había descendido a menos de la mitad. Las exigencias masivas de devolución anticipada de los préstamos por parte de la banca de Nueva York fue devastadora para los mercados financieros. Cinco días más tarde, el 29 de octubre, conocido como “Martes negro”, el pánico se extendió y quienes tenían depósitos de dinero en cuentas bancarias, acudieron masivamente a retirarlos ante el temor generalizado a la quiebra bancaria y a la pérdida de sus fondos. Los bancos no eran capaces de hacer frente a los reintegros masivos, y como se había tratado de hacer frente al descenso de la demanda de los bienes de consumo con una expansión del crédito a los ciudadanos corrientes, se disparó la morosidad y los bancos se vieron desbordados por deudas incobrables. En esta situación, la banca dejó de conceder crédito y se negó a refinanciar las deudas existentes, lo que no evitó que aproximadamente 600 bancos americanos quebraran de forma casi inmediata. La Reserva Federal reaccionó contrayendo la masa monetaria, que decreció en unos 8.000 millones de dólares desde 1929 hasta 1933, causando con ello en este período la quiebra de 11.630 bancos del total de 26.401 de los Estados Unidos, lo que permitió a los grandes banqueros comprar a sus rivales más pequeños a un precio muy inferior al de su valor real. Empezó así un cierre masivo de bancos y empresas que se prolongó hasta la primavera de 1932. La actividad industrial experimentó una caída que condujo a una desocupación generalizada, de tal manera que se calcula que hacia 1932, existían en los Estados Unidos cerca de 13.000.000 de desempleados. La pobreza se extendió, y alcanzó a campesinos, obreros, empleados y profesionales liberales sin distinción.
A principios de 1930, EE.UU. cerró su crédito al
extranjero y retiró los fondos de inversión colocados a corto plazo en el
exterior, provocando la quiebra en cascada de bancos en varios países europeos.
Como la dependencia que tenía la economía mundial de los Estados Unidos era
absoluta, la onda expansiva de la depresión se extendió por todo el mundo. La
caída de los precios en los EE.UU. hizo perder competitividad a las industrias
de otras partes del mundo que tenían precios superiores, que al no poder
competir vieron drásticamente reducidas sus exportaciones abocándose a la
quiebra, al tiempo que la disminución de la demanda norteamericana y de sus
importaciones, frenaba la economía de muchos países, con lo que el comercio
mundial se hundió. Los EE.UU. trataron de repatriar los capitales invertidos en
otros países, lo que afectó a Austria, Gran Bretaña, Francia, Hispanoamérica,
Australia y muchos más, pero especialmente a Alemania, que tenía cuantiosos
créditos contraídos con los EE.UU., al haber sido obligada a endeudarse para
hacer frente a las reparaciones de guerra impuestas en el Tratado de Versalles,
que debían pagarse en efectivo. Durante el período de 1929 a 1933, la depresión
se extendió a todos los países capitalistas, en todas las ramas de la
producción y a todas las actividades económicas.
Llegado este punto, es inevitable preguntarse ¿cómo
afectó a los grandes banqueros de Nueva York, en su mayoría judíos, este
“Martes negro”?. J.P. Morgan, Joe F. Kennedy, J.D. Rockefeller y Bernard Baruch
lograron convertir sus acciones en oro justo antes del “crash”. Joe Kennedy
pasó de tener 4 millones de dólares en acciones en 1929, a más de 100 millones
en 1935. Paul Warburg, uno de los judíos fundadores y miembro de la Reserva
Federal, previno contra el futuro colapso y la depresión a los accionistas de
su “International Acceptance Bank”, en Marzo de 1929 en el informe anual del
banco, en el que decía: “Si se permite que la orgía de la especulación
descontrolada vaya en aumento, el colapso final no solamente afectará a los
especuladores, sino traerá consigo una depresión general que involucrará a todo
el país.”
En el interior de EE.UU., la depresión tuvo
consecuencias tanto políticas como económicas. Las políticas se iniciaron el 10
de junio de 1932, cuando el congresista Louis McFadden, enemigo declarado de la
Reserva Federal, acusó a este organismo privado ante la Cámara de
Representantes, de provocar deliberadamente la Gran Depresión. La carrera
política de McFadden había comenzado en 1914, cuando fue elegido como
representante republicano en el sexagésimo cuarto Congreso y para los nueve
Congresos sucesivos. Ocupó el cargo de Presidente del Comité de Banca y Moneda
de la Cámara de Representantes entre 1920 y 1931, aunque reelegido sin
oposición en 1932, se perdió ante el candidato demócrata en 1934 y finalmente
volvióa perder en 1936. En 1927 promovió la “Ley McFadden”, por la que se
limitaban las sucursales bancarias federales a la ciudad y Estado en los que
operase la sede principal del banco. La ley pretendía dar a los bancos
nacionales una situación de igualdad competitiva con los bancos con privilegios
estatales pertenecientes al sistema de la FED. Pero sobre todo es recordado
como el "enemigo vociferante de la Reserva Federal", que según él fue
creada y operaba en razón de los intereses bancarios judíos que conspiraban
para controlar económicamente los Estados Unidos. El 10 de junio de 1932,
McFadden hizo un discurso de 25 minutos ante la Cámara de Representantes, en el
que acusó a la Reserva Federal de provocar deliberadamente la Gran Depresión.
También afirmó que los banqueros de Wall Street financiaron la revolución
bolchevique a través de los bancos de la Reserva Federal y los bancos centrales
europeos con los que ésta cooperó. Lo que
él llamó "el mayor crimen en la historia moderna". Presentó la
moción para destituir el presidente Herbert Hoover en 1932, y también presentó
una resolución presentando cargos criminales por conspiración contra la Junta
de Gobernadores de la Reserva Federal. La resolución de acusación fue rechazada
por una votación de 361-8; que fue visto como un gran voto de confianza al
Presidente Hoover. De acuerdo con la revista Time, McFadden fue denunciado y condenado por todos los republicanos por su "gesto
despreciable". La Asociación Central Prensa informó que estaba
prácticamente fuera de su partido, y que había sido condenado al ostracismo por
los republicanos llamándolo loco. El senador David A. Reed, dijo: "Tenemos
la intención de actuar a todos los efectos prácticos, como si McFadden hubiera
muerto".
En 1933, introdujo la Resolución de la Cámara No.
158, que incluía la acusación para que el Secretario de Hacienda, dos
secretarios adjuntos del Tesoro, la Junta de Gobernadores de la Reserva
Federal, y los funcionarios y directores de sus doce bancos regionales fueran
juzgados por los crímenes de conspiración, fraude, manejo indebido de los fondos
y traición, cometidos para provocar el crack bursátil. En 1934, hizo varios
comentarios antisemitas desde el piso de la casa y en los boletines a sus
electores, en los que denunció que el gobierno de Roosevelt estaba controlado
por judíos, y se opuso a Henry Morgenthau, Jr., que siendo judíose había
convertido en Secretario del Tesoro. Murió el 3 de octubre de 1936 durante su
visita a Nueva York. La razón oficial de su muerte fue “parada cardiaca
provocando una muerte súbita” como causa de una “gripe intestinal”.
Curiosamente, antes de sobrevenirle esta enfermedad fatal, hubo dos intentos de
acabar con su vida: primero, le dispararon dos veces en un taxi mientras se
dirigía al hotel en el que alojaba desde el Capitolio, fallando los asesinos; la segunda vez se
puso de súbitamente enfermo después de un banquete en Washington, salvándole la
vida un amigo médico que había asistido al mismo, que le practicó un lavado de
estómago urgente.
Las consecuencias económicas tampoco se hicieron
esperar. La depresión económica había provocado una profunda deflación, y uno
de los métodos que empleó la administración de Roosevelt para incrementar los
precios, fue devaluar el dólar dando lugar al comienzo de una “guerra de
divisas”. Pero para conseguir devaluar el dólar, era necesario desvincularlo
del patrón oro. Mientras el dólar estuviera atado al mismo, era imposible
incrementar la masa monetaria en circulación, porque el público convertiría el
papel moneda en oro, tan pronto como se dieran cuenta de que el dólar se estaba
devaluando. Por esta razón, en 1933, Roosevelt acordó la confiscación del oro
público, declarando que la propiedad del oro pasaba a bancos privados. Esta ley
entró en vigor el 5 de abril de 1933, con la firma por Roosevelt de la Orden
Ejecutiva 6102, que obligaba a los ciudadanos a entregar su oro al Tesoro de
los EE.UU. a un precio de 20,67 dólares por onza, e imponía un límite de 100
dólares para la posesión de las monedas de oro a los particulares, con algunas
salvedades como el uso dental, joyas y uso artístico que precisaba la
utilización de oro. Esta Ley sancionaba su incumplimiento con penas de cárcel
de hasta 10 años, y una multa de 10.000 dólares. Como Roosevelt no podía
imponer la misma medida a las naciones soberanas, que podían canjear sus
dólares por oro, Roosevelt devaluó el dólar hasta 35 dólares por onza
reduciendo su valor en un 40,94%. Con estas decisiones se aumentó la capacidad
de la Reserva Federal de incrementar la masa monetaria, multiplicando de este
modo sus ingresos en concepto de intereses, al tiempo que el desempleo batía
records y la gente sufría las graves consecuencias de la crisis.
Los “felices veinte”, fueron años de crecimiento
económico, acumulación rápida de deuda privada y progreso tecnológico,
impulsados por el consumo a crédito, que dio lugar a un sistema financiero
inestable y sobreendeudado que crecía demasiado rápidamente. Cuando la Bolsa de
Nueva York quebró, la crisis se extendió por todo el sistema y sus
consecuencias se sintieron también en todo el mundo.
Más tarde, lo que se inició como una crisis
financiera se convirtió en una crisis de deuda, y después en una “guerra de divisas” tras el abandono del
patrón oro vigente en ese momento.
___________________________________________
[1] Curiosamente, en la aparición de estos fenómenos la
influencia judía era, y es, innegable. Edward Bernays sobrino de Freud
desarrolló la publicidad desde las tesis de manipulación del inconsciente de su
tío, la idea de usura está incardinada en lo más profundo del Judaísmo desde
sus primeros tiempos hace tres mil años, y en cuanto a la técnica comercial de
las ventas a plazos, Sombart demostró en su obra “Los judíos y la vida
económica” (Ediciones Cuatro Espadas, Buenos Aires (Argentina), 1981, 516 páginas.),
que fueron los comerciantes judíos los primeros en la utilización de este tipo
de ventas a crédito.
[2] El taylorismo es una técnica de organización del trabajo, cuya denominación se deriva del nombre del estadounidense Frederick Winslow Taylor. Hace referencia a la división de las distintas tareas del proceso de producción, cuyo fin era aumentar la productividad y evitar el control que el obrero podía tener en los tiempos de producción. Está relacionado con la producción en cadena. se lo denominó organización científica del trabajo o gestión científica del trabajo, entendida como forma de dirección que asigna al proceso laboral los principios básicos del método científico, indicando así el modo más óptimo de llevar a cabo un trabajo y repartiendo las ganancias con los trabajadores. Se basa en la división del trabajo en dirección y trabajadores, la subdivisión de las tareas en otras más simples y en la remuneración del trabajador según el rendimiento. El sistema de Taylor bajó los costos de producción porque se tenían que pagar menos salarios, las empresas incluso llegaron a pagar menos dinero por cada pieza para que los obreros se diesen más prisa. Para que este sistema funcionase correctamente era imprescindible que los trabajadores estuvieran supervisados y así surgió un grupo especial de empleados, que se encargaba de la supervisión, organización y dirección del trabajo. Este proceso se enmarcó en una época (fines del siglo XIX) de expansión acelerada de los mercados que llevó al proceso de colonialismo, que terminó su cruzada frenética en tragedia a través de las guerras mundiales. Su obsesión por el tiempo productivo lo llevó a trabajar el concepto de cronómetro en el proceso productivo, idea que superaría a la de taller, propia de la primera fase de la Revolución Industrial. La organización del trabajo taylorista transformó a la industria en los siguientes sentidos:
- Aumento de la destreza del obrero a través de la especialización y el conocimiento técnico;
- Mayor control de tiempo en la planta, lo que significaba mayor acumulación de capital;
- Idea inicial del individualismo técnico y la mecanización del rol;
- Estudio científico de movimientos y tiempo productivo.
Taylor al ver que muchas personas perdían su empleo por el reemplazo de máquinas, decidió especializar a cada obrero, lo que hizo que la productividad de la mano de obra mejorase, reduciendo así los costes de producción, pero encontró un rechazo creciente entre el proletariado, elemento que sumado a la crisis de expansión estructural de mercado (por velocidad de circulación de la mercancía) llevaría a la reformulación práctica de la organización científica del trabajo en el siglo XX por el fordismo.
[3] Es el modelo de producción impuesto por Henry Ford de producción en cadena o en serie. Se aplicó por primera vez en la producción del Ford Modelo T en el año 1908; se trataba de una combinación y organización general del trabajo sumamente especializada y reglamentada a partir de cadenas de montaje, máquinas especiales, salarios más altos y mayor número de empleados. Como consecuencia del éxito alcanzado, fue implementada por otros países además de Estados Unidos y permaneció como modelo hasta la década del setenta del siglo pasado cuando fue reemplazado por el modelo japonés y coreano conocido como Toyotismo. Cambió la organización del trabajo en cuanto a especialización, transformación del esquema industrial vigente y reducción de costos, dado que al haber un mayor volumen de unidades de un producto gracias a la tecnología del ensamblaje reduce el costo por unidad, por lo que habrá un excedente de producción que superará la capacidad de consumo de la elite y alcanzará a la masa. Anteriormente al Fordismo, el obrero además de ser dueño de la fuerza de trabajo, poseía el conocimiento necesario para realizar de manera autónoma el trabajo, dejando al capitalismo fuera del control de los tiempos de producción. Con la aparición del Fordismo, culmina la obra iniciada por el Taylorismo de sustraer el control de la producción a los trabajadores. El Fordismo resultó ser económicamente rentable, únicamente en contextos de economía desarrollada en los que sea posible vender a un precio relativamente bajo, en relación con los salarios promedio.
[2] El taylorismo es una técnica de organización del trabajo, cuya denominación se deriva del nombre del estadounidense Frederick Winslow Taylor. Hace referencia a la división de las distintas tareas del proceso de producción, cuyo fin era aumentar la productividad y evitar el control que el obrero podía tener en los tiempos de producción. Está relacionado con la producción en cadena. se lo denominó organización científica del trabajo o gestión científica del trabajo, entendida como forma de dirección que asigna al proceso laboral los principios básicos del método científico, indicando así el modo más óptimo de llevar a cabo un trabajo y repartiendo las ganancias con los trabajadores. Se basa en la división del trabajo en dirección y trabajadores, la subdivisión de las tareas en otras más simples y en la remuneración del trabajador según el rendimiento. El sistema de Taylor bajó los costos de producción porque se tenían que pagar menos salarios, las empresas incluso llegaron a pagar menos dinero por cada pieza para que los obreros se diesen más prisa. Para que este sistema funcionase correctamente era imprescindible que los trabajadores estuvieran supervisados y así surgió un grupo especial de empleados, que se encargaba de la supervisión, organización y dirección del trabajo. Este proceso se enmarcó en una época (fines del siglo XIX) de expansión acelerada de los mercados que llevó al proceso de colonialismo, que terminó su cruzada frenética en tragedia a través de las guerras mundiales. Su obsesión por el tiempo productivo lo llevó a trabajar el concepto de cronómetro en el proceso productivo, idea que superaría a la de taller, propia de la primera fase de la Revolución Industrial. La organización del trabajo taylorista transformó a la industria en los siguientes sentidos:
- Aumento de la destreza del obrero a través de la especialización y el conocimiento técnico;
- Mayor control de tiempo en la planta, lo que significaba mayor acumulación de capital;
- Idea inicial del individualismo técnico y la mecanización del rol;
- Estudio científico de movimientos y tiempo productivo.
Taylor al ver que muchas personas perdían su empleo por el reemplazo de máquinas, decidió especializar a cada obrero, lo que hizo que la productividad de la mano de obra mejorase, reduciendo así los costes de producción, pero encontró un rechazo creciente entre el proletariado, elemento que sumado a la crisis de expansión estructural de mercado (por velocidad de circulación de la mercancía) llevaría a la reformulación práctica de la organización científica del trabajo en el siglo XX por el fordismo.
[3] Es el modelo de producción impuesto por Henry Ford de producción en cadena o en serie. Se aplicó por primera vez en la producción del Ford Modelo T en el año 1908; se trataba de una combinación y organización general del trabajo sumamente especializada y reglamentada a partir de cadenas de montaje, máquinas especiales, salarios más altos y mayor número de empleados. Como consecuencia del éxito alcanzado, fue implementada por otros países además de Estados Unidos y permaneció como modelo hasta la década del setenta del siglo pasado cuando fue reemplazado por el modelo japonés y coreano conocido como Toyotismo. Cambió la organización del trabajo en cuanto a especialización, transformación del esquema industrial vigente y reducción de costos, dado que al haber un mayor volumen de unidades de un producto gracias a la tecnología del ensamblaje reduce el costo por unidad, por lo que habrá un excedente de producción que superará la capacidad de consumo de la elite y alcanzará a la masa. Anteriormente al Fordismo, el obrero además de ser dueño de la fuerza de trabajo, poseía el conocimiento necesario para realizar de manera autónoma el trabajo, dejando al capitalismo fuera del control de los tiempos de producción. Con la aparición del Fordismo, culmina la obra iniciada por el Taylorismo de sustraer el control de la producción a los trabajadores. El Fordismo resultó ser económicamente rentable, únicamente en contextos de economía desarrollada en los que sea posible vender a un precio relativamente bajo, en relación con los salarios promedio.