sábado, 26 de septiembre de 2015

NATURALEZA Y ORIGEN DE LA POLÍTICA: LA IDEA DE CONFLICTO



"Desconocer que cada cosa tiene su propia condición y no la que nosotros queremos exigirle es, a mi juicio, el verdadero pecado capital, que yo llamo pecado cordial por tomar su oriundez de la falta del amor. Nada hay tan ilícito como empequeñecer el mundo por medio de nuestras manías y cegueras, disminuir la realidad, suprimir imaginariamente pedazos de lo que es".

Ortega y Gasset
Meditaciones del Quijote (1914)

Los ideólogos ilustrados vinieron con intención de liberar al pensamiento humano de todo fanatismo. Éstos llegaron a la tolerancia y a la libertad de conciencia, a través del escepticismo hecho sistema de vida y pensamiento, y por lo tanto, organización de la comunidad política, Estado. Pero, ¿qué es la Política? ¿Cuál es su naturaleza? La respuesta a la primera pregunta podemos encontrarla en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. Aquí se establecen dos sentidos para el término: primero, como rama filosófica o doctrinal, como cuestión desvinculada de la realidad y sujeta exclusivamente a la lógica, al ámbito estricto de 1o intelectual; segundo, como actividad relacionada con el poder, una cuestión de hecho. Son los hechos, la actividad, lo que constituye la Política, y la ejecución de estos hechos, la tarea de ésta. Este es el sentido a tener en cuenta como significado real de “Política”. En cuanto a su naturaleza, no puede ser otra más que el conflicto. Toda actividad de poder, toda voluntad de tal convergente con otra diferente, determinará una realidad concreta: con quiénes son posibles los conflictos existenciales, quién es el enemigo. El liberalismo, en su despego de la realidad, pretendió que el enemigo describía, o a un competidor económico o a un oponente ideacional, ideológico, y que la disyuntiva amigo-enemigo era algo retrogrado, pues lodo conflicto era resuelto por el mercado, por la razón práctica entendida esta como económica, Pero estas son realidades contempladas por la Economía, la Moral o la Filosofía, no por la Política. Ésta contempla una realidad diferente: la lucha por la vida.

El concepto de enemigo ha evolucionado con el tiempo. En la Grecia clásica se distinguía la guerra realizada entre griegos, o agon, de la realizada contra los bárbaros. En lengua latina se denominaba hostis al enemigo público e inimicus al privado. Este último es un fenómeno entre particulares, interpersonal, intraorgánico y limitado por el Derecho interno; el hostis es un concepto público, intercomunitario, interorgánico e ilimitado, o limitado por la propia voluntad del Estado. Esta distinción sólo es posible, cuando existe una entidad suprapersonal que la determina: el Estado, que por su propia esencia como unidad po1ítica, excluye de sus dominios esta disyuntiva.

La proyección de la naturaleza del Estado en la vida de la comunidad es la lucha externa y la paz interna. Si la paz es rota o perturbada, repercutirá en el ámbito externo resultando dañado o debilitado el Estado en su lucha por la existencia. Mas los agrupamientos amigo-enemigo que se dan en el ámbito externo comúnmente, pueden surgir también de una cuestión de política interna. Los conflictos que ocurren dentro de un Estado son, por su propia naturaleza, privados, es decir, limitados por el monopolio de la fuerza que ejerce el Estado, pero si el conflicto es lo suficientemente poderoso como para plantear una escisión lo bastante profunda dentro de ese Estado con la fuerza suficiente para dividir a la población entre amigos y enemigos, ello es la prueba de que ese Estado es cuestionado, aunque sea de forma transitoria. Llevado a un caso extremo ha dejado de existir corno unidad y el resultado último del conflicto sería la guerra civil. Si se hubieran generado fuerzas incontrolables pacíficamente por el Estado, o si por la inseguridad de sus dirigentes éste llegase a recurrir a su fuerza organizada, demostrará que hay dos unidades políticas. Es decir, dos Estados en lugar del único originariamente existente, si no de iure sí de facto, que es lo que afecta a la esfera de las posibilidades políticas, Todo grupo humano es un organismo vivo que posee su propia alma, su propio espíritu que lo impulsa a ser, a comportarse y a relacionarse consigo mismo y con los demás según su impulso imperativo que emana de su estructura, de su composición y de los valores por él históricamente asumidos. Ese modo de ser y estar ante los demás responde a lo que podría llamarse la “Ley interna” de ese organismo. Esta ley permite tan sólo dos opciones: o el organismo es fiel a sí mismo, consecuente con su personalidad, o se extingue. Cuando un organismo político es influido por un poder extraño a la ley de su propio desarrollo y contextura, su vida está falseada. Así, la agrupación humana no política cualquiera que sea su condición: étnica, de clase, racial, social, religiosa u otra, si es capaz de determinar quién es el enemigo para un grupo humano, si es capaz de plantear esta disyuntiva que llevada a la más alta expresión posible, repetimos, es la guerra, se convierte finalmente en “Política”.

Sabiendo pues que la idea de conflicto es el origen de la Política, es sencillo deducir su fin, que no puede ser otro más que la supervivencia del grupo humano al servicio del cual se ejecuta esa Política, recordemos que un grupo humano es "político" sólo en la medida en la que tenga capacidad para determinar sus propios enemigos, para suscitar la idea de conflicto. Es por tanto la vida y la supervivencia de la comunidad, el más alto valor de la política real y la lucha de un pueblo por su existencia consistirá en salvaguardar los medios, los bienes y la cantidad necesaria de espacio, para hacer posible la vida a una población específica.

Afirmando así el fin último de la política, la supervivencia, éste está determinado por un instinto formado por impulsos tan primarios como el hambre y el sexo, sobrevivir y perpetuarse. Y el medio del que se sirve el grupo, la comunidad, para la estructuración de sí misma en orden a la conspiración de este fin es el Estado, como expresión del poder de un pueblo, capaz de imponer sus propios fines superiores a las voluntades particulares de sus componentes de manera coactiva y coercitiva. De esta idea de Estado surgen aquí varias cuestiones:

  • ¿Qué papel desempeña el Derecho en la estructura política en la relación entre el pueblo y el Estado?; 
  • ¿Cómo se estructura la comunidad en orden al logro de sus fines?; 
  • ¿Es el pueblo el que forma al Estado, o es el Estado quien da forma al pueblo?; 
  • ¿Qué proyección tienen las distintas estructuras sobre el hábitat de ese pueblo, sobre el espacio necesario para su vida?

En cuanto a qué papel desempeña el Derecho en la estructura política, en la relación entre el pueblo y el Estado, debemos exponer el concepto de Derecho que nos sirve como fundamento. Entendemos el Derecho no como un orden regulador de las conductas de los individuos con ocasión de las relaciones entre sí, concibiendo al Estado-persona jurídica como un individuo más, sino como el ordenamiento vital del pueblo en comunidad. El Derecho queda así expuesto desde dos perspectivas:

Una primera toma como punto de partida inorgánico al fundamento del orden social y político de la ideología liberal: el individuo; es decir; una concepción del Derecho como fenómeno externo a la piedra angular del orden jurídico cuya misión no excede de mera regulación de la competición entre los sujetos jurídicos, en lucha puramente darwinista de depredación, para enriquecerse y lograr un mayor grado de “satisfacción”, los economistas miden ésta por la mera posesión y acumulación de bienes, descartando la posibilidad de considerar intereses superiores a la ordenación de la competencia, a la, defensa del sistema político y económico, y del estricto interés individual. Esta concepción todo lo más que permitirá, será la introducción de algunos factores correctivos de los efectos exageradamente negativos que pueden generarlas las leyes del mercado, pero olvida completamente la realidad física y espiritual de la comunidad nacional; 

La segunda se asoma al Derecho desde un punto de partida radicalmente diferente, nos plantea una concepción del Derecho comunitaria y orgánica, como fenómeno interno del fundamento político y social de un pueblo. Es decir, la comunidad del pueblo, la nación, constituida en grupo político con un interés general común superior a los particulares de cada una de las individualidades que lo forman, y que concurre con otros pueblos en la lucha vital por la existencia. Aquí el Derecho hace posible las relaciones internas de la comunidad nacional, lo que se ha dado en llamar “política interna”, atendiendo al principio enunciado de que el interés general prevalece sobre el interés particular. La política interna queda configurada corno el arte de preservar el necesario empleo de fuerza para el ejercicio de la política externa, en forma de valor y número de población, y la externa como el arte de defender los recursos necesarios para la vida en un momento dado en cantidad y calidad. De esta manera, los conflictos que se desarrollan en el interior de la comunidad, ya sean interpersonales, interregionales o incluso las relaciones entre las distintas claves sociales, son resueltos en aras de un bien común superior al privado, trasladando la idea de conflicto, inseparable del fenómeno político por ser éste expresión de aquélla, al exterior del grupo nacional, ofreciendo a la comunidad del pueblo, un mayor grado de cohesión y unidad.

Una vez sustituido el punto de vista liberal -individualista- por otro comunitario –que algunos definirían como socialista una vez desligada dicha expresión del sesgo marxista- las relaciones de Derecho no pueden concebirse entre los individuos y el Estado, sino entre la comunidad y el Estado.

En este caso, los individuos no pueden oponer a la comunidad los derechos públicos subjetivos que oponen al Estado, concebido en la mentalidad liberal como un enemigo vigilante ante el que hay que esgrimir esos derechos como defensa, ya que entre el individuo y la comunidad no existe la oposición individuo-Estado de la democracia liberal; pues el individuo es el elemento constitutivo de la misma y su personalidad y capacidad jurídica se consideran existentes en cuanto forman parte de tal comunidad. De este modo, el poder político queda disociado del Estado. Le es anterior, exterior y, por último, superior. El Estado queda así relegado al papel de mero instrumento al servicio del pueblo, de la Patria.

En conclusión, toda política nacional de un pueblo está destinada a lograr la supervivencia de ese pueblo, siendo las políticas realizadas en el interior o en el exterior de la nación, las dos proyecciones posibles de la labor estatal en pro de ese objetivo, y estas proyecciones son ejecutadas por el Estado como instrumento del que la nación se sirve para su autoconservación, y la organización estatal debe ser considerada como un medio y no como un fin en sí misma, siendo el papel que el Derecho desempeña en la relación entre el Pueblo y el Estado, el de constituir el ordenamiento vital del pueblo en comunidad.

La siguiente pregunta es: ¿cómo se estructura la comunidad en orden a la consecución de ese fin de supervivencia?

Una comunidad humana de orden superior, término empleado con intención puramente descriptiva en función de su capacidad civilizadora, nace de modo natural como consecuencia directa de los vínculos creados por la participación colectiva en una misma cosmovisión absoluta del mundo. Esta cosmovisión absoluta propia de una comunidad, es el resultado de los lazos psicológicos y de sangre a los que da sentido el íntimo convencimiento de sus miembros de ser partícipes de un mismo destino histórico, llegando en ocasiones a tener un carácter providencial religioso, tal y como vino a ocurrir en la política española de los siglos XV a XVII. Este agrupamiento de los individuos producido por las causas citadas, es un hecho objetivo forjado en función del origen común, de la homogeneidad cultural, religiosa, racial y de costumbres, así como de la realización de una misión histórica común a desarrollar que da sentido a esa homogeneidad, gozando de un carácter real y tangible, que no es posible ignorar sin poner en grave peligro la existencia de la comunidad de que se trate.

Frente a esta realidad natural, frente al concepto evidente de la formación de las sociedades europeas que las ha hecho permanecer en un estado de sana homogeneidad, surge con los movimientos revolucionarios de la Edad Moderna el concepto liberal del agrupamiento de los hombres en un ente artificial ajeno a la propia vida de los mismos: el realizado por su condición de electores, por su inscripción en un censo electoral. Esta concepción liberal de la sociedad como simple acumulación de hombres heterogéneos carente de puntos de unión, de vínculos naturales, salvo escasas coincidencias casuales, constituye una realidad abstracta a la que lo único que da sentido es la imposición de la personalidad jurídica del Estado, el único hecho concreto y real de los revolucionarios liberales, lo única verdad apodíctica del Liberalismo.

Siendo así que el Liberalismo atribuye al individuo la titularidad de todos los derechos independientemente de su pertenencia a la comunidad, la sociedad quiebra en su propia base al nacer fraccionada y con innumerables intereses contrapuestos, tantos como individuos. Para éstos, su meta exclusiva será conseguir alcanzar una posición predominante en el marco en que se desenvuelva su vida, una posición que garantice la satisfacción de sus propios intereses personales. Esta posición de máximo poder en la sociedad es la que representa el Estado. Consecuentemente, la política interna dentro de una nación cuya estructura esté regida por los principios liberales, se habrá convertido en una competición a vida o muerte por la ocupación del, hasta ese momento, instrumento público de gobierno, con la intención de convertirlo en la herramienta útil para la realización de los afanes particulares. Este instrumento pierde así todo sentido de servicio al fin colectivo nacional, ese Estado que responde tan sólo a los intereses de quienes se lo han apropiado, va no es el garante de sus designios históricos; es decir, de la integridad física y moral del pueblo y de su supervivencia, ya no podrá ser considerado un Estado Nacional.

Este proceso de fragmentación de la comunidad nacional y su posterior conversión en un cuerpo electoral, conlleva la disgregación de todas las instituciones de origen natural que nacieron junto con la comunidad y estaban ordenadas al fin último de la supervivencia. Basta contemplar la realidad circundante en nuestra actual sociedad para advertir por doquier los síntomas de la descomposición generada por el sistema demagógico y parlamentario. Valgan como ejemplos los siguientes: ha desaparecido la moral y conciencia de la contribución con las armas a la tarea de asegurar la efectividad de la política exterior; la institución familiar, único vínculo de sangre reconocido jurídicamente, se disuelve en un lodazal y la combinación de aborto, caída de la natalidad e inmigración extraeuropea, nos aseguran un futuro caótico en el que se consume la pérdida absoluta de la identidad nacional, sustituyendo a una prole numerosa y sana de hijos de españoles, por una colección variopinta propia de un museo de antropología. A lo que hay que añadir que la pérdida del sentimiento de pertenencia a una comunidad diversa y plural culturalmente, pero unida en un mismo devenir histórico en todos los sentidos: religioso, social, demográfico, geopolítico, etc.

Debe siempre tenerse en cuenta que una nación no es un plebiscito cotidiano, como afirmó Renan, ni la prestación del consentimiento para obligarse contractualmente delegando la propia soberanía en el Estado, tal como afirmó Rousseau, o la expresión de la voluntad de permanecer unidos como relación contractual entre grupos étnicos o tribales, al modo en que lo afirman los separatistas en España. La nación es un organismo distinto al de todos y cada uno de los individuos o grupos, más o menos caracterizados, que lo forman en el presente, lo hicieron en el pasado o puedan hacerlo en el futuro. Es una realidad con vida propia y diferente a la de éstos, un organismo natural vivo, para el que la inobservancia de sus más elementales reglas vitales, acarrea ineludiblemente la decadencia y, finalmente, la muerte.

La siguiente cuestión planteada es: ¿Es el Pueblo el que da forma al Estado o, por el contrario, es el Estado el que da forma al Pueblo?

Debe quedar claro que la cuestión relativa a la forma del Estado, república o monarquía, carece de importancia fundamental. Lo único importante es que el aparato de gobierno esté penetrado de su misión y obedezca a los intereses y valores de la comunidad nacional. Sólo será posible la lucha de un pueblo sobre las formas de gobierno, una vez haya perdido conciencia de sus verdaderos problemas. El proceso de disgregación nacido de la división de los miembros de la comunidad en grupos de oponentes políticos, dando a esta condición de “políticos” su pleno significado al permitir que quede introducida la idea de conflicto en el seno de la sociedad, se consuma al proceder a crear, en el lugar que ocupaban las instituciones naturales nacidas de la convivencia, los entes artificiales, es más, antinaturales, que son los partidos políticos, los que como su propio nombre indica sólo representan a una parte de la comunidad, un interés egoísta individual contrario al general. Su instrumentalización a título individual es una realidad que se traduce en lo cotidiano en la corrupción generalizada de sus miembros, y en la ejecución de políticas favorables a los intereses de los lobbies que los crean y financian.

La esencia del parlamentarismo liberal-partitocrático consiste en la abolición del principio de responsabilidad personal y de su sustitución por la ley de las mayorías. Todos los valores de los que un pueblo es depositario y que están contenidos en él, carecerán de efectividad si no pueden desarrollarse en beneficio de la comunidad, si no encuentran al hombre que sepa aprovecharlos. Porque lo mismo que los pueblos son diferentes y gozan de distinto valor en función de sus capacidades y limitaciones, tampoco puede afirmarse la existencia de un valor medio de la personalidad igual para todos los miembros de un pueblo. Puede de este modo llegar a afirmarse que toda acción creadora de un pueblo ha sido lograda a través de la acción de una personalidad. No existe una sola obra humana de alcance intemporal que haya sido obra de un programa o de una masa de hombres. Los valores de la personalidad son, por tanto, imprescindibles para la imagen cultural de ese pueblo. Y este principio de responsabilidad y de valor personal, sólo encuentra expresión a través del liderazgo de un hombre superior a la media de los que lo rodean.

Una vez impuesto el principio de las mayorías como criterio rector de la vida de un pueblo; es decir, una vez que se adopta la democracia en el sentido bárbaro en que es entendida en nuestro tiempo en Occidente, la acción de la responsabilidad personal y del liderazgo queda completamente anulada. Las muchedumbres, dirigidas por la minoría que controla los medios de financiación y los medios de comunicación y publicidad de masas, encumbran a un hombre-títere preso de la demagogia de los votos. De aquí que su labor radique mucho más en la reunión de las mayorías necesarias en cada momento para realizar proyectos determinados, que en la elaboración de ideas creadoras auxiliado por un aparato administrativo operativo y ajustado a las necesidades reales de ejecución de la política. Esta anulación de la capacidad, esta situación de adocenamiento de los cuadros dirigentes de la comunidad, genera un proceso inverso de selección promocionando a los más incapaces o inmorales, a los que les sobra intención de “servirse” del Estado y les falta vocación para servir al Estado. La propia Naturaleza aborrece semejante estado de cosas. Es sabido que toda dificultad genera un proceso correcto de selección originado en el desarrollo de las máximas energías de los individuos. Éstos desarrollan plenamente sus capacidades forzados por las circunstancias, segregando del grupo a los más capaces y elevando a esa pequeña minoría al papel dirigente. Así se forma una aristocracia natural basada en el mérito.

Siempre, independientemente del régimen que rija la vida de la comunidad, el ejercicio real del poder lo ejerce una minoría. En el caso democrático liberal, de la plutocracia, esta minoría es la de los poseedores del dinero, que necesariamente produce una selección inversa de los cuadros dirigentes; otra, la del principio elitista y meritocrático en la que el proceso de selección atiende a la superación de los problemas vitales en aras del bien común. En el caso liberal-democrático, el Estado se ha convertido en un mecanismo formal, un objetivo en sí mismo que encuadra y clasifica al pueblo parcelándolo en votantes de las distintas candidaturas; en el segundo caso, es el pueblo el que da forma al Estado a través de sus miembros más capaces articulando los medios para, omitiendo las circunstancias personales de cada sujeto, encumbrarlo al puesto de mando que por sus aptitudes resulte más conveniente al interés general, afirmando así una visión positiva de la comunidad como realidad superior y previa al Estado.

Otro aspecto de la abolición del principio de personalidad, es el parlamentarismo, caracterizado por la ausencia de un elemento responsable en la torna de decisiones. Toda exigencia de responsabilidad queda diluida en una “mayoría” parlamentaria; es decir, en todos y en nadie al tiempo. Siempre la idea de responsabilidad presupone la de personalidad. Este principio ha sido demolido también en la economía a fin de hacer posible la especulación y la usura. Al negar el principio básico de la selección por la aptitud, clave de la Naturaleza, el principio parlamentario de la aprobación de las mayorías niega la autoridad del individuo sustituyéndola por la barbarie del número, llegando a paralizar, o cuando menos a ralentizar, el progreso de un pueblo, y en el peor de los supuestos a conducirlo a su quiebra y extinción.

Cabe así advertir la mentira que constituye el llamado “gobierno del pueblo”. Todos los sistemas políticos están dirigidos por una minoría que detenta el poder independientemente de la opinión de las grandes masas, por mucho que se bauticen como cuerpo electoral. La diferencia esencial radica en si ese poder es ejercido por una minoría capaz al servicio del interés nacional o por una minoría de pusilánimes, delincuentes, arribistas y amorales de todo orden, en beneficio propio o en el particular de terceros. Ante esta estupidez colectiva del parlamentarismo se alza la verdadera democracia basada en la libre elección de un líder, una democracia en la que no se resuelve cada asunto particular por medio del voto, sino por la voluntad del más capaz en el ejercicio total del mando, pero también en la exigencia total de responsabilidad que sobre su conduela recae.

Debemos concluir recordando que la destrucción del Imperio español, el haber venido a menos de España, tiene precisamente un discurrir paralelo a la introducción e imposición del parlamentarismo en nuestra Patria, que como ejemplo es prueba evidente de lo dicho.

La última cuestión planteada es: ¿Qué proyección tienen las estructuras políticas del Estado sobre el hábitat de un Pueblo?

Inevitablemente, toda actividad sobre el territorio por parte de un Estado afectará a los restantes, esto nos lleva al concepto de política exterior y a tratar de determinar cuál es el papel del Estado en la política exterior.

Es de todos conocido que la independencia de la política nacional de todo poder ajeno al interés de la nación es la clave de la libertad nacional, y el logro de la libertad en política exterior condición imprescindible de toda política interior es. Quizás sea en esto en lo único en que no debió errar el Ché en su vida, cuando en marzo de 1960[1] afirmaba la unión estrechísima entre los conceptos de soberanía política e independencia económica. La ejecución de una política nacional correcta en el interior es la premisa básica fundamental de la política exterior. Esta labor correcta puede ser fácilmente advertida cuando es ejecutada por el poder público, pues su labor básica es la introducción de leyes de vida acordes con la naturaleza de un pueblo, mediante las cuales todas las capacidades de ese pueblo llegan a su completa efectividad. Así, la política interior cumplirá su papel de preparar la concentración de la fuerza política y militar necesaria y suficiente, para ponerla a disposición de la política exterior, que no debe ocuparse de problemas metafísicos o de sistemas filosóficos, sino de procurar el sustento a personas con nombres y apellidos concretos, a las que se debe tener permanentemente presentes a fin de prevenir lo oportuno en cada circunstancia, garantizando la salud y la vida física y espiritual de cada una de ellas consideradas como un valor prioritario. El principal requisito de una política exterior sensata es darse a sí misma como objetivo inconmovible el único importante: procurar la vida. Para lograrlo hay que recordar la alta significación que alcanza para la política de un pueblo, el concepto de territorio como fuente directa de subsistencia.

A esta significación, de modo inevitable, se suma la importancia que reúne desde- el punto de vista político-militar, cuanto mayor sea el espacio del que un pueblo disponga, mayores serán sus posibilidades de supervivencia. Es evidente que no es factible garantizar la subsistencia sin garantizar la seguridad. El principio básico esencial que debe presidir toda política exterior de carácter nacional es considerar a ésta como un medio al servicio de la nación, cuyo único criterio es el beneficio nacional. La consideración de argumentos ajenos al objetivo primordial de la Política, de la lucha de una nación por su existencia, es un fenómeno inadecuado y perturbador de su fin. Por ello no pueden ser motivos de orden histórico guiados por el rencor o de orden ideológico especulativo, los que establezcan su objetivo. Una muestra de este error tan frecuente son los que han venido ocurriendo en España a derecha e izquierda: la derecha, cuando aún aspiraba a ser algo más que los administradores “coloniales” del mundialisrno en España, venía solicitando permanentemente la devolución de Gibraltar a la soberanía española, como si este enclave tuviera algún valor estratégico militar sin el control de la otra orilla del Estrecho; y la izquierda, permanentemente aliada de todos los nacionalismos burgueses que guiados de un interés económico egoísta vienen tratando de romper la unidad nacional, ha venido siendo cómplice de todos los traidores a la comunidad nacional.

Si nos ceñimos al aspecto metapolítico de la cuestión, pronto se nos aparecerá que en todo planteamiento de política externa destaca la relevancia de la idea de escasez. Éste es un concepto que ha presidido indefectiblemente el pensamiento económico moderno, aludiendo al hecho indiscutible de que todo bien material es, por su propia naturaleza, limitado. Si la extensión de terreno suficiente, en cantidad y calidad, para mantener a un número indeterminado de naciones o las materias primas fueran infinitas o los recursos de todo orden inagotables, ninguna razón nos asistiría. Mas la realidad es bien otra, tanto el territorio como los medios son bienes escasos y limitados. Si bien el problema puede paliarse momentáneamente, por medio de mejoras técnicas de producción que conduzcan a un aumento de ésta, llegará un momento en que este equilibrio entre las necesidades vitales y los bienes obtenidos no será sostenible. Es entonces cuando esta situación se torna intolerable y el Estado debe cumplir con su fin de garantizar la supervivencia restaurando la satisfacción de las necesidades vitales de espacio o de materias primas de ese pueblo. Si tomamos como ejemplo ilustrativo del problema la cuestión de la energía y del combustible en concreto el petróleo, pronto advertiremos el papel imprescindible que para las sociedades industrializadas desempeña. Imaginemos, ¿qué ocurriría si de pronto cesara el suministro de crudo en un país? Toda la vida de ese pueblo se vería imposibilitada, retrocedería en cuestión de un breve plazo de tiempo a un estado de cosas semejante al reinante hace un siglo o más. Hablar en un caso así de política de paz o de política de guerra carece de sentido. Sólo podrá hablarse de la ejecución de una política de vida, o del abandono de la “Política” y de la lucha por la vida, entregándose a la extinción como nación libre y soberana.

Mas el determinante de las necesidades nacionales es la población, siendo éste un factor variable que sólo si lo hace al alza garantiza el futuro nacional, podemos advertir cómo en un período de tiempo muy escaso, apenas dos siglos, España ha incrementado su población a pesar de la inmigración y de una sucesión de guerras civiles absurdas y ajenas a una verdadera política nacional que afirmara y reforzara el poder de la comunidad nacional. Si el aumento de población experimentado en los últimos siglos es un hecho objetivo, igualmente puede predicarse que lo es la disminución de territorio dominado por nuestra Patria en igual periodo de tiempo. En consecuencia, se ha producido una relación inversa entre el crecimiento de las necesidades de la población y la mengua que las materias primas disponibles han experimentado. Esta situación se ha visto agravada por una estructura de la propiedad no sólo injusta, sino también antinacional, ya que al no permitir el máximo desarrollo del potencial económico español, ha forzado un flujo migratorio de los más emprendedores de nuestros compatriotas durante cerca de doscientos años. Estos españoles han tenido que realizar su labor, creativa y enriquecedora, así como su aportación de sangre, en beneficio de terceros países. Sólo mediante el debilitamiento de nuestra patria ha sido posible equilibrar el incremento de la población y de sus necesidades, con la reducción de nuestra riqueza nacional, haciendo compatible este equilibrio con la injusticia social, la prosperidad de bastardos intereses y la ruina de la nación española.

La evolución de España de Imperio a potencia de cuarta categoría está jalonada de hechos que corroboran lo arriba expuesto. Un ejemplo lo tenemos en el caso de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, en las que mucho antes de que España perdiera la soberanía política sobre ellas, se habla perdido toda soberanía económica pasando ésta a manos extranjeras. Este ejemplo ha sido un eslabón más en la cadena que ha aprisionado nuestra política externa, según la coyuntura histórica a la de las distintas potencias europeas primero, y de los EE.UU. después, con la consiguiente dependencia política y económica. Tal situación ha sido posible merced a la innumerable sucesión de disensiones internas instigadas en multitud de ocasiones, por sujetos agentes del extranjero.

Debemos concluir que sólo una política de alianzas que asegure nuestra independencia será capaz de asegurar nuestra propia vida. Para ello es necesario abandonar, junto con las naciones que puedan ser nuestros aliados naturales especialmente las naciones orientales y latinas con las que no entremos en conflicto de intereses los escenarios en los que se representa la mascarada del poder mundialista y del capitalismo financiero internacional, enemigos mortales ambos de la soberanía nacional considerada irrenunciable para cuantas comunidades nacionales luchan por su vida.

[1]https://rsamadrid.wordpress.com/2012/10/23/entrevista-a-ernesto-che-guevara/