lunes, 24 de agosto de 2015

MACEDONIA 2015: LOS BÁRBAROS A LAS PUERTAS DE EUROPA



Un policía macedonio hace guardia en la frontera con Grecia después de que el Gobierno decretase el pasado jueves el estado de emergencia en el sur por la crisis migratoria.


“Nos habían dicho, al abandonar la tierra madre, que partíamos para defender los derechos sagrados de tantos ciudadanos allá lejos asentados, de tantos años de presencia y de tantos beneficios aportados a pueblos que necesitan nuestra ayuda y nuestra civilización.
Hemos podido comprobar que todo era verdad, y porque lo era no vacilamos en derramar el tributo de nuestra sangre, en sacrificar nuestra juventud y nuestras esperanzas. No nos quejamos, pero, mientras aquí estamos animados por este estado de espíritu, me dicen que en Roma se suceden conjuras y maquinaciones, que florece la traición y que muchos, cansados y conturbados, prestan complacientes oídos a las más bajas tentaciones de abandono, vilipendiando así nuestra acción.
No puedo creer que todo esto sea verdad, y, sin embargo, las guerras recientes han demostrado hasta qué punto puede ser perniciosa tal situación y hasta dónde puede conducir.
Te lo ruego, tranquilízame lo más rápidamente posible y dime que nuestros conciudadanos nos comprenden, nos sostienen y nos protegen como nosotros protegemos la grandeza del Imperio.
Si ha de ser de otro modo, si tenemos que dejar vanamente nuestros huesos calcinados por las sendas del desierto, entonces, ¡cuidado con la ira de las legiones!
Marcus Flavinius, centurión de la 2ª Cohorte de la Legión Augusta, a su primo Tertullus, de Roma”

Jean Laterguy
Los centuriones[2]

NOTA BENE.- Intencionadamente he utilizado expresiones como ayuda humanitaria, cooperación al desarrollo u otras semejantes propias del lenguaje de nuestro tiempo, para acusar aún más los paralelismos históricos entre las situaciones políticas de finales del S. IV y la actualidad.

A finales de este verano de 2015, la prensa nos dice que en las históricas tierras de la patria de Alejandro el Grande se ha declarado el estado de emergencia, el ejército se ha desplegado en la frontera y la policía ha cargado contra los invasores, entre los que se han registrado algunos heridos. No es el parte informativo de un nuevo conflicto bélico, de otra guerra en Europa. ¿O quizás sí? Voy a contarles una historia muy actual y moderna.

El Imperio europeo en el S. IV

Escribía Marx que “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y otra vez, como farsa”[3]  Pero como en tantas otras cosas, también discrepo en esto del judío alemán si lo que pretendemos es elevar la anécdota del golpe del pequeño Napoleón, a categoría de regla histórica. La historia puede repetirse, pero no necesariamente tiene que hacerlo como comedia o farsa, sino que también puede volver nuevamente como tragedia o drama. Cuando los europeos de nuestro tiempo pensamos en el imperio romano, tenemos tendencia a visualizar como parte esencial del mismo a las provincias que nos resultan más familiares, es decir, a las europeas occidentales como Hispania, la Galia, Britania e Italia, que allá por el S. IV ya había perdido el papel de centro del imperio y todos los privilegios inherentes a dicha condición. Pero el imperio romano también estaba formado por las provincias balcánicas, Asia menor, es decir, Palestina, Egipto, y en definitiva todo Oriente Medio incluida una parte de Arabia; y costa del Norte de África, el actual Magreb. Todo este mundo que para nosotros, europeos del S. XXI, es un mundo ajeno a nuestra cultura y civilización, entonces conformaba el mundo romano: Occidente; es más, eran justamente las provincias orientales del imperio las más ricas y civilizadas, allí estaba el centro de gravedad de Roma, el eje de la civilización europea. Justamente por esta razón, Constantino había fundado la nueva capital que sustituía a Roma en las provincias orientales, Constantinopla, hoy en día Estambul, la metrópolis de Turquía. Hoy, Turquía está tan cerca y tan lejos de nosotros a la vez, que se discute si este país puede formar parte o no de la Europa institucional, aunque sea un hecho que en parte es racial, cultural y geográficamente europea, pero entonces era justamente allí donde latía el alma de la civilización de Occidente. Roma era un imperio donde se hablaba latín, pero también griego y cada vez más, porque aquél era el idioma de Oriente de la parte más rica de nuestro mundo. El latín era todavía, en todo el imperio, el idioma de la administración, en el que se escribían las leyes, se impartía justicia y se organizaba el ejército; pero en las grandes urbes de las provincias orientales, las mismas donde el cristianismo había conocido su primera difusión tras escindirse del judaísmo, el idioma dominante era el griego.

Hay cierta tendencia, nacida en el S. XIX con la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano del inglés Gibbon[4], a suponer que la administración del imperio del S. IV era una ciénaga de corrupción, que su sociedad se desenvolvía entre orgías, derroche, lujo y ostentación innecesarios, mientras que la religión se perdía en elucubraciones teológicas abstractas y el ejército estaba formado por extranjeros leales sólo a la paga que recibían. Un estado de decadencia moral y material que anunciaba la muerte del imperio de forma inexorable. Pero no es verdad. A finales del S. IV, no fue ninguno de estos problemas lo que hirió de muerte al imperio, lo que en realidad selló su destino fue la inestabilidad política en su cúspide y las incursiones bárbaras en el territorio imperial.

Emperador Valente
Ya en el pasado, el imperio había vivido momentos terribles, como cuando en el S. III se sucedieron veintidós emperadores en cinco años al mismo tiempo que las incursiones bárbaras habían llevado el saqueo y el horror hasta el valle del Po e incluso hasta Atenas, una situación que sólo la energía de generales emperadores como Aureliano o Diocleciano había logrado corregir. Estos emperadores levantaron tras la crisis un nuevo imperio un sistema de rasgos totalitarios bajo el que el imperio resurgió. Se impulsó la economía, el dinero volvió a circular ante una nueva seguridad jurídica y la prosperidad volvió a las ciudades. La sociedad  no estaba exenta de contradicciones, pero vivía alejada de cualquier forma de decadencia moral, cultural o material. Eran los tiempos en los que el imperio empezaba a asentarse en una renovación moral, en la que se le habría una nueva era de vida, tras el edicto de libertad religiosa de Constantino en el 313. A finales del S. IV, San Agustín era un estudiante de una gran ciudad africana y europea, San Ambrosio era obispo de Milán con menos de cuarenta años, San Jerónimo acababa su experiencia como eremita en el desierto de Mesopotamia y se disponía a regresar a Italia para traducir la biblia al latín, la que nosotros conocemos como Vulgata, en la Galia San Martín desempeñaba con humildad el cargo de obispo de Tours, mientras en Oriente vivían San Basilio de Cesarea, San Gregorio de Nisa, San Gregorio de Nacianzo y San Juan Crisóstomo. Era el momento en el que se asentaban las bases de la Europa de los siguientes mil años. Un auge social, cultural, económico y militar, que definitivamente situaban al imperio muy lejos de cualquier forma de decadencia vital. Era prospero, la libertad de conciencia estaba garantizada y tan sólo los derechos políticos permanecían muy alejados de los valores de representación y participación real del ciudadano que sustentó la antigua república romana.

El 9 de Agosto del 378 tuvo lugar una batalla en las llanuras situadas el noroeste de Adrianópolis, provincia de Tracia, la actual Turquía. Las legiones del emperador Valente se enfrentaron a los godos que habían atravesado la frontera oriental del imperio como refugiados tras una crisis humanitaria, y fueron exterminados por estos. Aquel enfrentamiento es conocido en tiempos modernos como la batalla de Adrianópolis.  A la misma el imperio todavía sobreviviría un siglo, pero ese día quedaría herido de muerte.

Cuando rememoramos los hechos de aquel tiempo, nos encontramos con que todavía hoy se percibe la antiquísima división entre los herederos de uno y otro lado del campo de batalla. Los historiadores de habla latina se refieren a los movimientos migratorios como las invasiones bárbaras; por el contrario, la historiografía alemana prefiere utilizar la expresión de migraciones de los pueblos o Volkerwänderungen, al sentirse descendiente de los llegados en aquel tiempo. Y ciertamente esta expresión recoge más exactamente lo ocurrido, dado que los contactos entre el imperio y los inmigrantes habían empezado mucho antes de la batalla, cuando todavía no podía hablarse en ningún caso de invasión.

Los romanos sabía que al otro lado de las fronteras existían otros pueblos y países, pero el único rival allende de ellas, era el imperio persa dirigido por la dinastía sasánida. Pero a pesar de que era el persa un mundo helenizado, no por ello dejaba de ser una civilización enfrentada a la romana que codiciaba las provincias orientales de Roma. En otros lugares de la frontera meridional de Arabia y África, el imperio no estaba amenazado por enemigos tan temibles; sus fronteras eran defendidas no sólo por la arena y el calor del desierto, sino también por la ayuda al desarrollo que se facilitaba a los jefes locales, a los que se educaba en la metrópoli en la cultura y romana aunque conservaran sus dioses, antes de que volvieran a sus pueblos.

Acueducto de Valente
En la frontera septentrional, la política hacia los cabecillas locales era la misma, y como valladar defensivo, en lugar del desierto se alzaban los ríos Danubio y Rin, dos masas de agua impresionantes que delimitaban dos mundos. Para los romanos, los bárbaros que vivían al otro lado del Rin eran una multitud de tribus que trataban de clasificar y de conocer, esperando alcanzar un conocimiento más o menos exacto de lo que ocurría en ellas para controlar la situación de cada momento, pero sin demasiada convicción ni interés dado el escaso peligro que suponían para la estabilidad del imperio. Pero la frontera del Danubio era diferente, y especialmente en la región próxima a su desembocadura en el Mar Negro. Los romanos desconocían qué había más allá del río. Desde los tiempos de los asentamientos comerciales griegos en la región de la actual Crimea, se hablaba de estepas inmensas que se extendían más allá de lo imaginable habitadas por pueblos nómadas que vagaban en medio de un inmenso mar de hierba desde el principio de los tiempos. Y en la mirada romana a la otra orilla danubiana brillaba el miedo. Un miedo que venía desde los tiempos en los que aterrorizaron a la Roma republicana los galos de Breno, los cimbrios y los teutones derrotados por Mario. Pero ya hacía seis siglos de aquello y el miedo se había ido perdiendo en el pueblo junto con la memoria de lo ocurrido. Pero no sólo en los vigilantes soldados de la orilla oeste del Danubio permanecía la duda, el recuerdo y el miedo a que aquel mar de hierba volviera a vomitar oleadas de bárbaros codiciosos de las riquezas del imperio, también los gobernantes de las provincias fronterizas sienten ese miedo que exponen una y otra vez al emperador. En el pasado, cuando los enfrentamientos entre alamanes y francos en las llanuras de hierba del otro lado del Danubio han tenido lugar llegando a amenazar las fronteras, han vivido varias crisis humanitarias en las que se han visto obligados a tomar medidas excepcionales: evacuación temporal de la población fronteriza más expuesta, reubicación de refugiados en el interior, retirada o despliegue de fuerzas militares. Al sur, los latifundistas africanos se quejan de las fuerzas de seguridad, que cada vez más se muestran ineficaces para combatir los crímenes de las bandas de bárbaros locales, y amenazan con armar a sus vecinos, formar patrullas ciudadanas y defenderse solos.

Así, el gobierno imperial se ve asaltado no sólo por las peticiones de los gobernadores de las fronteras orientales, sino que llegan quejas y peticiones de otros lugares del imperio, todos ellos convenidos de la prioridad de sus necesidades, pero el gobierno no puede atender todas ellas por falta de recursos económicos, lo que ha llevado a la reducción de unidades militares y de sus plantillas, precisamente por el alto coste de la administración y la contención de los impuestos que gravan la riqueza de los propietarios. Además, para el gobierno, los bárbaros no son una amenaza a la seguridad pública, hipótesis a la que en todo caso están convencidos que el estado puede hacer frente, sino que los bárbaros pueden suponer también una mano de obra abundante y barata, justo lo que precisa una economía que quiere contentar a los grandes propietarios, manteniendo así la agricultura y el comercio garantizando los ingresos fiscales que es el hecho más grave de todos. Así, políticos y propietarios están convencidos de que los bárbaros son un recurso al que, a pesar de los inconvenientes que algunos quieran ver, no pueden despreciar. Esas muchedumbres de desgraciados que entran al imperio clandestinamente, que viven en muchos casos de la delincuencia y la mendicidad hasta que son capturados, son sólo pobre gente desgraciada que escapa de la violencia, la miseria y el hambre, y llega al imperio en busca de una nueva vida. Son gentes que vienen de la desesperación, de un mundo en el que sólo rige la ley de la violencia, donde la vida no significa nada. Para las élites políticas y culturales del imperio en el S. IV, los bárbaros son sólo emigrantes y refugiados que piden trabajo, derechos y dignidad. ¿Cómo si no aceptan los trabajos que nadie quiere realizar por salarios que ningún romano aceptaría? Una vez las clases dirigentes han llegado a esta conclusión, el resto es una mera consecuencia inevitable: la administración imperial comienza a prepararse para acoger a grupos numerosos de inmigrantes, perdón, quise decir bárbaros, y darles acogida en el imperio. Con este motivo disponen la creación de nuevas oficinas encargadas de supervisar la acogida a los refugiados y de reutilizar para tal fin las que habían servido para reubicar a los romanos que procedían de regiones devastadas, o a los que retornaban tras su liberación después de un período de cautiverio como prisioneros de los bárbaros. Estas oficinas recibían cada vez con más frecuencia la orden de colocar en las regiones más despobladas o en las que precisaban más mano de obra primero a individuos solitarios, más tarde a grupos familiares y por último a comunidades enteras de inmigrados. En compensación, los legisladores les vinculan al trabajo de la tierra en beneficio de los propietarios, les imponen el pago de impuestos y a los jóvenes la obligación de servir en el ejército defendiendo al imperio frente a otros bárbaros, y en ocasiones frente a sus antiguos connacionales.

De esta manera, mucho antes de la crisis del año 378, los inmigrados se habían asentado en el interior del imperio, aportando su trabajo y elevando así la capacidad económica y la riqueza del mundo romano. Pero en gran medida, los bárbaros no han abandonado sus costumbres, su religión ni su cultura; han entrado en el mundo romano, pero Roma no ha entrado en ellos, no son romanos a pesar de que se les haya concedido la ciudadanía.

 La administración romana, durante decenios gestionó pacíficamente la inmigración, estableció controles migratorios estrictos y gracias a la política de control imperial no se produjeron grandes conflictos. El imperio romano ya era antes de la llegada de los bárbaros un mundo multiétnico y multicultural, en el que se hablaban diversas lenguas y se rendía culto a diversos dioses, poblado desde siempre por razas de origen diverso, por lo que no era sencillo intuir que la llegada de los bárbaros podría desestabilizarlo.


"Subasta de esclavos" de Jean-Léon Gérôme
Los romanos, la raza dominante que poseía una civilización superior a todas las conocidas, estaba constituida por personas de tipo mediterráneo, gente de raza blanca, no muy alta y de cabellos morenos. Ser rubio y alto era sinónimo de inferioridad, pobreza y barbarie, y no era raro ver esclavos en el mercado comprando para sus amos con este aspecto, e incluso era frecuente que cualquiera poseyera algunos de ellos. Los esclavos eran de todas las razas, incluso de las más exóticas, pero los que demostraban valía se romanizaban deprisa olvidando su identidad de origen, al menos en parte, y hasta adquirían con el tiempo la libertas integrándose en la vida social romana; los que no se romanizaban, terminaban sus días en las explotaciones agrícolas o realizando los oficios más duros y peligrosos. Pero, ¿quiénes eran los nuevos bárbaros? Los godos eran parecidos a los germanos: altos, rubios o pelirrojos, lo que ya era de por sí una señal de inferioridad, y para los romanos no eran un pueblo germano, identidad que reservaban para las tribus que vivían al otro lado del rio Rin, siguiendo el Germania de Tácito, sino un pueblo más de los que vivían en las estepas que se extendían más allá del Danubio y que se parecían al resto de pueblos nómadas: ganaderos y pastores que montaban excepcionalmente bien a caballo. Gentes sin raíces, gentes sin patria.

Ciertamente, los godos, como el resto de los pueblos de las estepas no constituía etnias compactas, sino que formaban grupos tribales que se reunían circunstancialmente según las necesidades de cada momento, o cuando surgía un caudillo guerrero afortunado tras el cual marchar en pos del saqueo y del pillaje. Los godos estaban en contacto con el pueblo conocido como los hunos, un pueblo cuyo núcleo originario estaba formado por ganaderos de rasgos mongoles, entes de ojos rasgados y de baja estatura que hablaban una lengua turca. Pero a los romanos no les interesaban lo más mínimo ninguno  de estos pueblos; para ellos eran todos bárbaros, analfabetos salvajes que se morían de hambre en medio de su miseria, incapaces de ser civilizados.

Hacía varios siglos que los godos vivían a orillas del imperio, y que tras tomar contacto con la superior civilización romana, habían empezado a cambiar su manera de vivir. El comercio entre las dos orillas del Danubio era constante. Era habitual ver llegar a los mercaderes romanos, a veces griegos y sirios, que junto con los productos manufacturados de superior calidad a los godos, les enseñaron algunas técnicas agrícolas que mejoraron la primitiva agricultura goda. Así, era sabido entre los godos que al otro lado del Danubio existía una civilización riquísima que ofrecía toda suerte de posibilidades de vida. Además, la opulencia y las comodidades de la sociedad romana, les eran conocidas por las necesidades militares del imperio. Regularmente los reclutadores romanos alistaban jóvenes godos entre las tribus bárbaras, que se convertían a todos los efectos en soldados romanos que abandonaban para siempre la tribu por lo que para ellos era una vida mejor. Era difícil sobrevivir a los veinticinco años de servicio militar para el que se alistaban, pero más raro era aún que aquellos que lo terminaban volvieran nunca a un país al que nada para entonces les unía. Pero en ocasiones el reclutamiento se hacía por una campaña, y los godos conocían así el mundo romano por las narraciones que hacían los que regresaban. Y para los romanos este sistema gozaba de una gran ventaja, y es que además de luchar por el imperio, la sangría mortal de cada campaña en bárbaros los debilitaba lo suficiente para mantener su número bajo control.

Estas relaciones comerciales y militares habían habituado a los godos al trato con los romanos. Los romanos cooperaban al desarrollo de los godos, otorgando a sus jefes regalos, pensiones y subsidios para redimir al pueblo godo de su miseria. También remitían de forma regular alimentos para paliar el hambre dentro de una política de ayuda humanitaria que era reflejo del estado del bienestar romano. La administración romana era una organización dotada de gran eficacia organizadora tras siglos de experiencia aportando soporte logístico a las legiones y de organización de la distribución del trigo y de los restantes alimentos entre la plebe. Era capaz de reunir grano, carne y aceite a bajo coste para el erario público de forma rápida y suficiente y de proceder a su distribución según las necesidades políticas. El bajo pueblo de Roma y Constantinopla, vivía de las distribuciones gratuitas de alimentos por los emperadores, lo que no dejaba de ser muy oneroso para las cuentas públicas, pero eran actividades políticamente indispensables, pues era la única forma de que la opinión pública fuera favorable al emperador. Y no sólo era el bajo pueblo el que subsistía con el reparto gratuito de alimentos, sino que cuando la hacienda pública sufría de falta de liquidez, se sustituía la paga de los soldados por el reparto de alimentos. Por lo tanto, resultaba completamente natural apaciguar a los bárbaros con un sistema conocido, sencillo y eficaz como era el reparto de alimentos.

Si recapitulamos sobre lo dicho, podemos apreciar como el imperio no era impermeable a los bárbaros; Hacía tiempo que vivían entre los romanos, que se habían integrado en la administración, y que en algunos casos eran ciudadanos. La diferencia entre los bárbaros del exterior del imperio y los del interior, era que los que habitaban en el exterior no pagaban impuestos, no eran ciudadanos, no eran funcionarios públicos y la estructura administrativa, de servicios públicos, de beneficios sociales, de seguridad y justicia no se extendía a su territorio. Pero el flujo de salarios y subsidios, las remesas de renta diríamos hoy, eran regulares y los bárbaros godos se habían acostumbrado a recibirlas de modo estable con los envíos de maíz que llegaban a través del Danubio en las barcazas romanas. Habían llegado a  depender del imperio de tal manera, que de cesar la ayuda del mundo civilizado ya no habrían podido sobrevivir.

El contacto permanente de los bárbaros con el imperio tuvo otra consecuencia cuyos efectos serían definitivos, y es que los godos comenzaron a cristianizarse. Habían conocido el cristianismo a través de los prisioneros romanos que habían sido llevados entre ellos desde Asia menor en el S. II durante las incursiones godas en el imperio, y una vez integrados en las tribus godas comenzaron a hacer proselitismo convirtiéndose así a la fe cristiana los primeros godos. De entre estos conversos surgirá una minoría que se trasladará al imperio para estudiar griego y latín. Uno de ellos será Ulfilas, que tras estudiar en Constantinopla, crea un alfabeto para la lengua goda y poder traducir así del griego al godo la Biblia, de cuya traducción del Nuevo Testamento ha llegado una parte a la actualidad, el Codex Argenteux. Ulfilas fue obispo entre los suyos y promovió un número creciente de conversiones al cristianismo, si bien en la variante que conoceremos como arriana, que predominaba en Oriente a pesar de la prohibición del Concilio de Nicea del 325.

La crisis humanitaria del año 376

Esta era la situación cuando fue nombrado el emperador Valentiniano en el año 364 por las legiones, que nombró a su vez a su hermano Valente emperador de Oriente, mientras él continuaba la lucha contra los germanos en el Rin. Valente era un hombre sencillo, honesto y trabajador carente de estudios, que pronto se aplicó a la misión encomendada con el afán de no defraudar a su hermano. Combatió la corrupción, intentó reducir los impuestos, pero que nunca resultó popular entre el pueblo. Cuando se conoció la noticia de su nombramiento, Procopio, general romano que estaba en Constantinopla, pariente de Constantino, se hizo proclamar emperador por sus soldados. La disensión fue conocida por los jefes godos que decidieron que su vínculo no era con el imperio sino con la familia de Constantino y resolvieron enviar soldados en apoyo de Procopio. Cuando llegaron a Constantinopla, Procopio ya había sido derrotado y muerto, y Valente ordenó encarcelar a los guerreros godos y comenzó a negociar con sus jefes su liberación, que terminó sin éxito, por lo que ordenó la venta de todos ellos como esclavos. El tratado que vinculaba a Roma con los godos ya no existía, y Valente cruzó el Danubio y comenzó a arrasar las tierras godas. Los godos, que se habían acostumbrado a contar con los subsidios romanos y los suministros gratuitos de grano, y al comercio con los mercaderes romanos, estaban a punto de morir de hambre, por lo que imploraron a Valente la paz en el año 369.

Río Danubio a su paso por la región por la que lo cruzaron los refugiados godos.
La victoria de Valente sobre los godos dio lugar al conocido discurso del griego Temistio[5], uno de los políticos más influyentes de Constantinopla, que pronunció frente al emperador para elogiarlo públicamente por la paz alcanzada. Este discurso es una muestra de la ideología progresista y humanitarista corriente en la época entre las élites que gobernaban el imperio, en la que se enuncia un cántico a los derechos humanos de los bárbaros. Temistio estaba convencido de que con poco esfuerzo los bárbaros podrían ser integrados y, lo que es igual o más importante, ser unos contribuyentes solventes. Por eso Temisitio elogia que haya perdonado la vida a los godos y formula una comparación muy actual, diciendo que:

“Nosotros nos preocupamos mucho por preservar las especies animales, nos preocupamos de que no desaparezcan los elefantes de Libia, los leones de Tesalia y los hipopótamos del Nilo; y por lo tanto tenemos que alegrarnos de que haya salvado del exterminio a un pueblo de hombres, quizás bárbaros como dirá alguno, pero hombres”[6].

Aparte de lo llamativa que resulta la preocupación de las élites helenizadas del imperio romano de Oriente en el S. IV por la conservación de la naturaleza, lo que llama poderosamente la atención es la ideología humanitaria que aspira a integrar a todos los hombres, incluidos los bárbaros, en un único gobierno mundial fundado en sentimientos de universal filantropía sin distinción alguna entre ellos. Para Temisitio, el genocidio de los godos resulta inaceptable, algo indigno de una civilización como la romana. Esta ideología que prima la fraternidad universal por encima de la supervivencia y seguridad, muy probablemente no era sostenida más que por las élites dirigentes. Para los generales y el pueblo llano, degollar a quien te quiere asesinar, era la medida más útil y segura. Pero no debe atribuirse esta ideología de los derechos humanos de Temistio al cristianismo; la influencia del clero cristiano no explica suficientemente la penetración ideológica del humanitarismo, no sólo porque Temistio era pagano, sino porque el origen de la fortaleza de estas ideas se hallaba en que el imperio ejercía cada vez más una fuerza de atracción sobre el resto de la humanidad; la propia presión de los bárbaros en las fronteras era una confirmación de que tal fuerza se debía a una evidente superioridad no sólo material, sino también moral del imperio, lo que obligaba al imperio y al emperador a ser humanitario y benevolente con quienes no habían tenido la fortuna de nacer en el imperio, pero que no por ello dejaban de tener derecho a una vida digna ya que no habían tenido la ocasión de ser romanos. Temisitio decía que: “el emperador no es el padre de un solo pueblo, sino de toda la humanidad; su deber, es cierto, es el de mortificar la insolencia de los bárbaros, pero también el de protegerlos y guiarlos paternalmente, hasta convertirlos en parte del imperio”. Había que impulsar la integración de los bárbaros en la sociedad y ser felices con ello, pues “mucha gente perteneciente a pueblos extranjeros ha venido a nuestro imperio persiguiendo la felicidad romana”.

La enunciación de todos los tópicos mundialistas de la ideología de los llamados derechos humanos y su blandenguería por Temistio, tan familiares en la actualidad, contrasta con la praxis política romana, claro que hacían falta los bárbaros en el imperio: primero como soldados, pues Valente necesitaba a los godos porque proyectaba declarar la guerra a los persas, y quería trasladar a los guerreros a Mesopotamia para reunir fuerzas para la futura campaña; segundo, porque los mercaderes de esclavos se veían beneficiados por la riada de esclavos godos llegada en los últimos años, un exceso de oferta de tal magnitud que el precio de los esclavos terminó por desplomarse, pero gracias al cual los propietarios romanos disfrutaban de una fuerza de trabajo ingente por precios ridículos, ¿escuchó alguien alguna vez a los empleadores quejarse por el aumento del número de trabajadores inmigrantes en alguna época? Esta masiva oferta de esclavos tenía su origen en la suspensión de los subsidios y los suministros de alimentos, principalmente grano, con la que se castigaba a los godos por su apoyo a Procopio, sanciones comerciales que les enseñaba a los iraníes, perdón, quise decir godos, cuál era el comportamiento correcto. La imposición de sanciones en forma de interrupción del comercio y de la ayuda humanitaria y al desarrollo, provocó una miseria extrema de la que se aprovechaban los mercaderes de esclavos que encontraban con facilidad familias al borde de la inanición dispuestas a vender alguno de sus hijos, lo que era algo relativamente frecuente en las sociedades acostumbradas a la esclavitud. De esta manera, se convirtió en algo corriente tener un esclavo godo en todas las casas.


Los favoritos del emperador Honorio de John William Waterhouse
Así estaban las cosas en el otoño del 376, cuando comenzó a difundirse entre la población del imperio el rumor de que los bárbaros del norte se habían movilizado. Se decía que a lo largo del curso del Danubio, hasta el delta de su desembocadura en el Mar Negro, poblaciones enteras habían sido arrojadas de sus casas por una poderosa hecatombe que conmocionaba y aterrorizaba por igual. Hombres, mujeres, niños, ancianos y jóvenes, todos huían despavoridos. La noticia se susurraba al oído, corría por termas y mercados con miedo y aprensión, por las grandes ciudades de los Balcanes y de Oriente Medio, siempre con la reserva que imponía que en el imperio fuera aplicada la pena capital a quienes difundieran noticias subversivas. Desde el gobierno no llegaba noticia alguna que permitiera despejar la incertidumbre que afectaba a la población aumentando la inquietud y el desasosiego general. La difusión de noticias por el imperio estaba sujeta a un férreo control gubernamental, y la propaganda oficial controlaba los flujos de información, sobre todo en lo referido a los bárbaros de los que sólo llegaban de forma periódica noticias de las victorias que el emperador alcanzaba sobre ellos. La gente vivía en la ignorancia de lo que acontecía y esto, lejos de tranquilizarlos, les hacía aumentar sus temores. Por el contrario, el emperador Valente que se encontraba preparando la campaña contra los persas en Antioquía, sí tenía una idea precisa de lo que estaba ocurriendo al otro lado del Danubio y no le concedía importancia alguna, ni tampoco lo hacían los eunucos que formaban el consistorio o gobierno, ni el estado mayor de generales que acompañaba al emperador. Ellos sabían que los godos estaban aterrorizados porque un pueblo nuevo y desconocido se había puesto en marcha en las estepas de Asia marchando contra la frontera oriental goda: los hunos. Pero no se sabía ni quiénes eran, ni de dónde procedían. Los historiadores antiguos no habían dejado noticia alguna de su existencia, ni en ninguna de las obras de la biblioteca imperial se hacía mención de este pueblo. Se sabía poco más que algunas costumbres que resultaban propias de bárbaros, como que les cortaban las mejillas con cuchillos a los recién nacidos marcándolos de por vida y que maceraban la carne entre sus muslos y los lomos de sus caballos. Pero lo más característico de ellos, y lo que más despertaba el desprecio romano, era el carácter absolutamente nómada de los hunos. Amiano Marcelino[7]  en sus Historias[8], relato de referencia para comprender aquellos acontecimientos, pone de manifiesto la consternación que produce al civilizado romano, hombre nacido al calor del hogar familiar, del trabajo de la tierra y de la ciudad, un pueblo que no tiene patria, ni hogar. Que lleva cuanto tiene consigo, y que no pertenece más que a las inmensas praderas que nunca cambian, un paisaje infinito que parece no acabar nunca y por el que marchando siempre, no se llega a ningún lugar nunca. No había valor para un romano en una vida tal, y por ello, no había inclinación que el romano pudiera valorar, sólo podía advertir una sed de oro y crueldad insaciable.

Los hunos habían cruzado el Don, el Dnieper y el Dniéster, y se dirigían hacia el oeste sin pausa. Por donde pasaban dejaban un rastro de muerte que no perdonaba a nadie, salvo a las mujeres jóvenes a las que esclavizaban para satisfacer su lujuria. Ahora lo llamaríamos genocidio. Cuando llegaban a una población goda, lo hacían con el alba a caballo, y daban muerte con el hierro y el fuego de forma implacable. Las noticias de la muerte que iban sembrando, llegaban a los vivos con las columnas de humo que se alzaban en el horizonte y los escasos fugitivos que salvaban su vida de forma milagrosa. Sin demora, tras conocer la proximidad de los hunos, los que aún vivían, cargaban los carros con cuanto podían llevar consigo y se arrojaban al camino con las mujeres y los niños. Durante meses, columnas de refugiados marcharon vagando por las llanuras hasta la extenuación, mientras algunos caudillos godos trataban de hacer frente a los hunos para caer finalmente derrotados. Cuando se perdió esta última esperanza, tomaron la decisión de marchar en dirección al sur, al Danubio. Esperando encontrar la salvación en el otro lado del río, acamparon frente a los guardias romanos. Atrás dejaban un paisaje desolado. Los campos no habían sido sembrados, las casas habían sido quemadas y destruidas y no había medio de vida alguno para no perecer de hambre. Por eso la esperanza estaba en los inmensos dominios romanos colmados de riqueza, seguridad y alimento.

Los hunos, cargados con el botín obtenido, habían ralentizado su marcha y estaban aún lejos, pero el tiempo apremiaba.  Para los refugiados no había marcha atrás; los jefes godos se entrevistaron con los oficiales romanos que habían acudido a informarse de sus intenciones en los campos de refugiados de la orilla norte del Danubio, y les expusieron sus demandas de ser acogidos en el imperio, concretamente pedían que se les asignaran tierras en Tracia. Las peticiones de los godos llegaron a Valente en Antioquía, en donde se reunió el emperador con el consistorio y los generales para estudiar el problema. El imperio era prospero, pero necesitaba trabajadores. En el interior de Roma había extensas regiones despobladas que eran fértiles, y se habían abandonado las que no reunían las mejores condiciones para el cultivo. El estado poseía vastas regiones que no podían ser explotadas por falta de mano de obra, por lo que se veía obligado a alquilarlas a bajo precio a los latifundistas, que obtenían beneficios fabulosos, a fin de obtener algún rendimiento. Por último, los refugiados suponían una expectativa de ampliar la base de contribuyentes al erario público y de reclutamiento militar con el consiguiente alivio para los habitantes del imperio, que no se verían en la obligación de soportar el servicio militar ni de contribuir en mayor medida con impuestos para mantener el estado. En resumen, los refugiados eran una oportunidad de obtener mano de obra barata, fácil de contentar y acostumbrada al trabajo duro, aunque tuvieran el inconveniente de ser bárbaros.

Con estas consideraciones no cabían vacilaciones. A los refugiados se les podía acoger asignando directamente a sus jefes en propiedad tierras del estado, incluso se podían confiscar terrenos o darles tierras que hubieran sido abandonadas. También pensaron en la posibilidad de alquilarles la tierra a perpetuidad en condiciones favorables a los jefes, y que ellos las distribuyeran a las familias de refugiados. Por último, surgió también la posibilidad de establecer a los refugiados como colonos en los latifundios ya existentes, una solución muy poco ventajosa para los refugiados que no tenían elección. En el Derecho romano tardío del S. IV, el colono era una persona libre obligada a trabajar la tierra; es el antecedente de los siervos medievales. La decisión estaba tomada: se acogería a los refugiados y serían conducidos a los territorios asignados.

En los campos de refugiados a orillas del Danubio, hacía meses que estaba lloviendo de forma continuada aumentando la penuria de los que aguardaban, pero parecía que la espera había merecido la pena cuando supieron que serían acogidos por el imperio y que al otro lado del río les esperaba la ayuda humanitaria, trabajo y casa, una nueva vida. Durante la espera, algunos grupos cruzan clandestinamente el río, pero son sorprendidos por los puestos de vigilancia romana y destruidos, y los responsables al mando de las tropas son destituidos. Los comisionados imperiales tenían órdenes de organizar la operación humanitaria de paso de los refugiados a la orilla romana, porque no había ningún puente que permitiera el paso de una a otra ribera; del único puente construido por Constantino, cincuenta años antes, apenas quedaban sus ruinas, por lo que era necesario organizar el paso de la multitud en embarcaciones para lo que se confiscaron las de los pescadores y con gran esfuerzo los romanos construyeron otras. El paso del río duró semanas transbordando a la multitud llegando a utilizar hasta los troncos huecos de los árboles ante la inmensidad de la muchedumbre que se agolpaba esperando. Los problemas se multiplicaban, las lluvias habían provocado la crecida del río y la tensión entre la masa de refugiados provocada por el temor de ver aparecer a los hunos en cualquier momento iba in crescendo. Se sucedían múltiples accidentes por la sobrecarga de las balsas provocada por la desesperación, pereciendo un gran número ahogados. Lo cierto es que la operación se llevó a cabo con la mayor confusión. La orden era pasar primero a los niños, no por un sentimiento humanitario, sino porque servirían como rehenes ante cualquier tentativa de sublevación, y después a los hombres adultos, una vez hubieran sido desarmados. Pero la corrupción hizo su aparición, y muchos de los godos pudieron pasar pagando a los guardianes, e incluso conservaron las armas. Otros, sobre todo mujeres y niños, fueron introducidos por los propios funcionarios imperiales que proyectaban llevárselos a sus propiedades como esclavos. Obviamente se trataba de una operación humanitaria, llevada a cabo en un extremo del imperio sin el control directo del gobierno, dirigida por funcionaros corruptos o fácilmente corruptibles. A los afortunados que iban llegando a la orilla romana, los aguardaban unos escribanos que relacionaban sus nombres. La administración romana quería conocer el número, sexo y edad de los llegados a fin de planificar la instalación en las tierras designadas. Pero su número era tan grande y continuado, que pronto desbordó a los funcionarios y tuvieron que desistir de la tarea. Las órdenes imperiales preveían que fueran las autoridades locales las que suministraran alimentos a los refugiados. Así, un inmenso campamento iba creciendo día tras día en la orilla romana, mientras el ejército se ocupaba de todas las necesidades que surgían, ya fueran sanitarias, de distribución de alimentos o de otro orden.
Batalla de Asrianópolis
La noticia del cruce del río auxiliados por los romanos y que la frontera estaba abierta, corrió rauda por las tierras de los godos, y miles de ellos se pusieron en marcha hacia el territorio romano. Se había producido el conocido como “efecto llamada”. Una sucesión inacabable de jefes godos a la cabeza de sus tribus organizadas en caravanas, se presentaron en la orilla septentrional del río y reclamaron ser trasladados a la otra orilla al igual que los que ya estaban cruzando. Los romanos se alarmaron ante la inmensa multitud concentrada en ambas orillas, que desbordaba todas las previsiones. Los que habían cruzado estaban impacientes por iniciar el camino hacia el interior, y los que no habían cruzado adoptaron una actitud cada vez más hostil cuando se les negó el paso. El cruce de refugiados por el río se interrumpió, y los romanos comenzaron a patrullar el río para evitar el paso clandestino de nuevos fugitivos.

La situación entre los inmigrantes que ya habían cruzado el río empeoraba por momentos, debido a la falta de infraestructuras para acoger a una muchedumbre como la llegada. Las condiciones higiénicas eran dantescas y las raciones de alimentos insuficientes, a causa de la tardanza en ponerse en marcha hacia el interior tal y como había ordenado Valente. Un retraso que era debido no a la casualidad, sino a la corrupción de los generales romanos al mando del operativo. La corrupción de la administración imperial era absoluta, sin sobornos no se lograba nada. Los generales Máximo y Lucipino se dieron cuenta de la gran oportunidad de enriquecerse que era aquel desastre. Las raciones proporcionadas a los refugiados ofrecían un negocio colosal, bastaba con retener una parte de ellas y venderlas en el mercado negro, de ahí que, cuanto más tardaran en ponerse en marcha con los refugiados, más dinero ganarían. Tanto exprimieron a los godos, que llegaron a venderles perros para comer a cambio de entregar a sus hijos como esclavos. Los jefes godos se quejaban porque los subsidios prometidos no llegaban, y la situación se hizo tan extrema que Máximo y Lucipino empezaron a temer que estallara una revuelta y se conocieran sus manejos en el consistorio, por lo que decidieron cumplir las órdenes y ponerse en marcha hacia el interior, mientras los funcionarios ya comenzaban a preparar los asentamientos destinados a los refugiados. Cuando el convoy se puso en marcha, lo hizo en medio de una gran tensión, custodiados por los soldados los ciudadanos romanos veían pasar a los refugiados con hostilidad, pero para proteger a la caravana de inmigrantes, se había desguarnecido la orilla danubiana. Cuando la multitud enorme que estaba en la orilla septentrional, a la que se la había denegado el acceso por los romanos, se dio cuenta de que nadie guarnecía la orilla sur, comenzaron a cruzar con los medios de fortuna que iban logrando y acamparon en territorio romano sin pedir permiso a nadie.

Los refugiados godos en el interior de Europa

La columna de refugiados se extendía durante kilómetros. Más de tres mil carros tirados por bueyes avanzaban penosamente de forma lenta y pesada. Las dificultades de avituallamiento eran enormes. Los bárbaros marchaban recelosos de los soldados por el trato que habían recibido, y los soldados sentían temor hacia una muchedumbre que en muchos casos estaba armada, sabiendo que no eran suficientes para hacerles frente llegado el caso de que se sublevasen. A la columna de refugiados como un goteo lento, pero constante, se iban uniendo algunos de los inmigrantes que habían entrado en territorio romano de forma ilegal, por lo que los refugiados ya sabían que detrás de ellos había un gran número de inmigrantes que trataban de unirse a la operación, razón por la que el líder surgido de entre ellos, Frigiterno, trataba de ralentizar la marcha al máximo. En estas condiciones avanzaron hacia la ciudad de Marcianópolis, a la que llegaron agotados y hambrientos, creyendo que era el lugar en el que se establecerían y esperando recibir alojamiento y comida. Pero las autoridades locales no habían realizado ningún preparativo. La multitud de extranjeros que llegaba desbordaba completamente la capacidad de la ciudad, y el único deseo de sus habitantes era que los refugiados se alejasen cuanto antes de allí y decidieron no abrir las puertas para permitir el paso al interior de ninguno de los inmigrantes. Cuando los godos vieron que no se les permitía el paso a la ciudad, intentaron de entrar por la fuerza. La escolta reaccionó tratando de restablecer el orden  lo que hizo que estallaran los primeros enfrentamientos, asesinando los inmigrantes a los soldados que los custodiaban. Los sublevados desnudaron a los soldados muertos, cogieron sus armas y culparon  a los romanos de no haber cumplido los pactos, declarándose en guerra con ellos. El general romano Lucipino, reunió sus fuerzas y se enfrentó a los rebeldes confiando en la superioridad de su instrucción y de su equipo, pero su ejército fue masacrado. Sabiendo los godos que tras dar muerte a los soldados no había marcha atrás, se dedicaron a asolar los campos mientras las pequeñas guarniciones de las ciudades permanecían encerradas sin atreverse a salir dada la superioridad numérica de los inmigrantes.

Cuando la noticia de la sublevación llegó a Antioquía, alguien recordó a Valente que cerca de la ciudad de Adrianópolis, estaba asentada una banda de caballería goda esperando partir para incorporarse a la campaña contra Persia. Valente ordenó a los godos marchar hacia Mesopotamia, pero lejos de cumplir la orden, se sublevaron atacando a la población desarmada de la ciudad, y tras causar algunas muertes y entregarse al pillaje se unió a los refugiados liderados por Frigiterno. Finalmente, se inició una fuga de esclavos godos para unirse al ejército rebelde de los inmigrantes, aportando un inestimable conocimiento del terreno y de los recursos del mismo que permitió a los sublevados alcanzar el dominio del campo abierto hasta la propia periferia de Constantinopla.

Durante los dos años siguientes, los godos saquearon y asesinaron por toda Tracia sin que los romanos pudieran evitarlo. Hubo algún enfrentamiento significativo, pero lo cierto es que Roma no podía sofocar la rebelión por falta de fuerzas. Puede parecer extraño que un imperio que mantenía más de medio millón de hombres sobre las armas, no consiguiera reunir fuerzas suficientes para aplastar una rebelión de diez o veinte mil hombres, pero la explicación a este hecho se encuentra en las propias dimensiones del imperio, que obligaba a dispersar a las guarniciones desde Asia a Britania y desde Arabia a Hispania y hacía que reunir un gran número de hombres llevara bastante tiempo. Cuando por fin Valente se creyó en condiciones de aplastar la rebelión, avanzó hacia Tracia llegando a las proximidades de la ciudad de Adrianópolis. El 9 de agosto del 378 tuvo lugar una gran batalla en la que los romanos fueron exterminados, muriendo el propio emperador Valente en aquella jornada.

Hasta ese momento, era una idea generalizada entre las élites dirigentes o simplemente cultas o enriquecidas, que la integración de los bárbaros no sólo era posible, sino necesaria, beneficiosa y oportuna. Esa idea pereció con Valente, y así comenzaron a surgir voces discrepantes. Pero era tarde. Durante las últimas décadas y centurias los bárbaros habían penetrado paulatinamente en todas las esferas del imperio, desde el comercio, la agricultura, las magistraturas o el ejército. No hay vuelta atrás. Cuando llegó el momento de decantarse de uno u otro lado, los bárbaros romanizados se solidarizaron con los suyos. Se veían a sí mismos en los que iban llegando, en idénticas circunstancias, con los mismos sueños y deseos. Durante las siguientes décadas, la política imperial osciló una y otra vez entre la política de rechazo a los extranjeros y la de tolerancia de Teodosio que trataba de integrarlos encumbrándolos en la administración. Una y otra fueron inútiles, no se mezclan el agua y el aceite. Sinesio  en una de sus cartas dice que ha sido una locura dejar entrar en el imperio a los extranjeros refugiados, y que sólo un loco no tendría miedo de ver a esos jóvenes crecidos en el extranjero, que siguen viviendo según sus costumbres, encargados de gestionar la actividad militar de Roma:

“Cuando un hombre vestido con pieles manda a los que visten la clámide, y cuando uno, despojado de su abrigo de piel con el que estaba cubierto, viste la toga y discute el orden del día junto a los magistrados de los romanos, con el cónsul que le ofrece el puesto de honor a su lado, mientras los que tendrían derecho se quedan atrás. Esta gente, después, en cuanto salen del senado, se vuelven a poner enseguida las pieles, y cuando se encuentran con sus socios se ríen de la toga, diciendo que con eso encima no se puede desenvainar la espada”[10]

Adrianópolis marcó un punto de ruptura, un hito dramático en el proceso de extranjerización, de mestizaje de la sociedad, del ejército y del propio gobierno del imperio. Es el imperio oriental el que recibe la derrota, el que experimenta la crueldad del extraño, y es también en Oriente en donde se experimenta la primera reacción frente al mismo, donde con fuerza prende el rechazo a los extranjeros. Pero por esta misma razón, no será éste el que sufra las peores consecuencias, el imperio de Oriente trató por todos los medios de zafarse de la presencia de los extranjeros hasta lograr que se alejaran de sus propiedades y de sus vidas, por eso los fueron desplazando paulatinamente hacia el imperio de Occidente, y será éste el que finalmente se verá destruido cuando hacia el 410 los inmigrantes toman el poder en la Galia y en Hispania.

La crisis humanitaria de los refugiados en la Europa de 2015.

En lo que va de año 2015, 160.000 personas refugiadas han atravesado Grecia camino de Centroeuropa. Italia ha rescatado del Canal de Sicilia a más de 100.000 personas en el mismo período de tiempo. Y esto es sólo en dos países de los países del sur de Europa. A Macedonia han llegado más de 40.000 indocumentados en los dos últimos meses, obligando al gobierno a decretar el estado de emergencia en las regiones fronterizas del sur y del norte. El portavoz del Ministerio del Interior, Ivo Kotevski, ha anunciado la participación del ejército para aumentar la seguridad de las regiones, de los ciudadanos y de los recién llegados. Dijo Koteski que: "Esta medida se impone con el fin de aumentar la seguridad de la población en las regiones fronterizas, así como para garantizar el tratamiento integral y humano de los migrantes que transitan por el país".

Los indocumentados llegados a Gevgelija, una ciudad de apenas 15.000 habitantes en la frontera de Macedonia con Grecia, llegan huyendo del caos en el que se ha sumido Oriente Medio tras la intervención de los EE.UU. en la región. Una vez destruidos los gobiernos de Irak, Siria y Afganistán, el desequilibrio se ha apoderado de la región más estratégica del planeta, y la violencia y el fundamentalismo musulmán, patrocinado durante décadas por los aliados wahabitas de EE.UU., ha desencadenado el terror más absoluto y una situación de consecuencias impredecibles, como resultado de la defensa de los intereses energéticos  norteamericanos y los sueños de expansión territorial israelíes.

Los refugiados viajan hacia Europa por los Balcanes desde sus países de origen (Siria, Irak, Afganistán, Paquistán, Bangladés y negros africanos entre otros). Llegan a las islas helenas para viajar después a Atenas. Allí toman autobuses hasta la estación de tren de Idomeni, a 80 kilómetros al noroeste de Tesalónica, y desde allí saltan a Gevgelija, en donde luchan por hacerse un hueco en uno de los vagones rumbo a la frontera serbia con la intención de llegar a Alemania o Suecia. En los últimos días los acontecimientos se han precipitado. Más de 3.000 refugiados indocumentados han roto el cordón policial macedonio que se había establecido tras declarar Macedonia el estado de emergencia nacional. Los refugiados que se encontraban desde hace días a la espera de coger un tren para llegar hasta Serbia, lograron sobrepasar la barrera custodiada por los agentes que lanzaron granadas aturdidoras en un intento de disuadirlos.

Para trasladarlos hacia Serbia, el gobierno macedonio ha decidido que los pasajeros de los trenes regulares, que hacen el trayecto desde Grecia a Belgrado, sean llevados en autobuses, reservando los trenes únicamente para el traslado de los indocumentados, en su mayoría refugiados. El gobierno ha reforzado la frecuencia de estos trenes, de forma que hay cinco diarios con capacidad de hasta 700 personas. El ejército se ocupa de patrullar los bosques que rodean el paso fronterizo, pues se han convertido en la ruta más atractiva para los llegados, después de que las autoridades hayan reforzado los controles de entrada.

Mientras, en la estación de Gevgelija, los refugiados han establecido un campamento improvisado con varias tiendas de campaña y la ropa tendida alrededor, aunque los hay que tienen que dormir a la intemperie. Aquí los productos de primera necesidad, como el agua o el café, alcanzan precios desorbitados. Vendedores ambulantes locales ofrecen a los refugiados fruta, agua o té a precios que triplican su coste real: cinco plátanos, tres euros. Las temperaturas de 35 grados durante la mañana descienden con brusquedad por la noche. Para calentarse, encienden hogueras con lo que tienen a mano: ramas, ropas, plásticos y basura. No hay rastro de ninguna ONG o agencia de Naciones Unidas, que no aparecerán hasta el día 20 de agosto para empezar a “coordinar” las labores de asistencia humanitaria, según dice un representante de ACNUR, la agencia de las ONU para los refugiados[11].
Inmigrantes esperan para cruzar desde Grecia a la ciudad de Gevgelija, en Macedonia. EFE Skopje
La frontera ha estado bloqueada cuatro días, desde el miércoles 19 de Agosto, por lo que grupos de mujeres, hombres y niños resisten a las altas temperaturas sin tener un sitio donde alojarse ni poder acceder a los servicios básicos. Exhaustas, tiradas a la intemperie, sin ningún tipo de atención ni servicios, cuando llega el tren que les llevará a su siguiente destino, familias enteras tienen que pugnar entre ellas o trepar hasta las ventanas para lograr hacerse con un hueco. Serbia es la siguiente parada en esta ruta hacía el nuevo Eldorado europeo. Por trasladarles desde la frontera serbia con Macedonia hasta Viena, los taxistas cobran unos 1.600 euros. A muchos hace tiempo que se les acabó el dinero, por lo que tienen que cruzar a pie países enteros. Un vuelo en avión de Siria a Alemania no se prolonga más de cuatro horas y su coste no superaría los 600 euros en circunstancias normales. Pero las mafias se aprovechan de los refugiados, que sin querer, están fomentando las redes de trata de personas, la usura y la violencia. Una vez en Serbia tendrán que enfrentarse a la frontera húngara. Hungría ha anunciado la construcción de una alambrada en su frontera sur con Serbia para impedir que los clandestinos, incluidos refugiados, accedan a la zona Schengen de libre circulación. El gobierno conservador nacionalista húngaro ha advertido de que "no puede esperar más" a que se tomen decisiones a nivel europeo y ha informado de la construcción de una valla de 4 metros de altura a lo largo de los 175 kilómetros de frontera con Serbia, por la que unos 53.000 migrantes han pasado en lo que va de año sin papeles. Mientras que a comienzos de año Hungría registró un gran número de peticiones de asilo procedentes de Kosovo, en los últimos meses han llegado sobre todo refugiados de los conflictos en Oriente Medio. Antes de tomar la decisión de construir la valla fronteriza, se ha enviado a todos los ciudadanos del país un cuestionario para conocer su opinión sobre la inmigración irregular. Además, se han colocado en las calles carteles en húngaro en los que se advierte a los inmigrantes de que deben respetar la cultura y las leyes del país y que no podrán quitar el trabajo a la población autóctona, todo ello con las críticas de la UE que pretende imponer la inmigración a todos los países miembros de la Unión. Hungría cumple con la llamada normativa de Dublín, que establece que los solicitantes de asilo son responsabilidad del primer país de la UE al que estos lleguen, y este país tiene la obligación de registrar por primera vez estas huellas. El cumplimiento de la normativa europea por Hungría preocupa a todos los refugiados, ninguno de los cuales tiene este país como destino final, pues todos quieren seguir avanzando dentro de la UE hacia Alemania, Austria o Suecia. "Con o sin valla, hay que dejar entrar en el país a todos aquellos que llegan a Hungría pidiendo asilo", ha dicho el director del programa de refugiados de la ONG defensora de los derechos humanos Comité de Helsinki, Gábor Gyulai.

Es una ley física de que a toda fuerza en un sentido le corresponde otra de igual intensidad en sentido contrario. Basta echar una ojeada a la prensa de los últimos meses para advertir cual es el resultado de la inmigración masiva en Europa. Y también el cómo los organismos internacionales, la UE y los lobbies con interés en la inmigración masiva, vienen negando sistemáticamente a los europeos el derecho a defender sus hogares. El resultado, para bien o para mal, no se hará esperar. Debemos recordar la conocida frase del español Jorge Santayana[12] tantas veces mal usada y deformada: "Quienes no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo".
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[1] REUTERS/Alexandros Avramidis. Un policía macedonio hace guardia en la frontera con Grecia después de que el Gobierno decretase el pasado jueves el estado de emergencia en el sur por la crisis migratoria. 
[2] Laterguy, Jean. Los centuriones. Ediciones Cid. Madrid. 1961. 
[3] Marx, Karl. El 18 de Brumariode Luis Bonaparte. Es una obra escrita por Karl Marx entre diciembre de 1851 y marzo de 1852, publicada en la revista Die Revolution, establecida por su amigo Joseph Weydemeyer y publicada (en alemán) en Nueva York. En esta obra Marx intenta exponer cómo el golpe de estado del 2 de diciembre de 1851 en París, dado por Luis Bonaparte, fue propiciado como resultado de la lucha de clases y las condiciones materiales que cada una de ellas defendía dada la escena política del momento. El texto comienza con la famosa frase de Marx parodiando de esta forma el golpe dado por Luis Bonaparte como una imitación inferior del verdadero 18 de Brumario: el golpe dado el 9 de noviembre de 1799 (18 de Brumario del año VIII, según el calendario republicano) por Napoleón Bonaparte, culminando la fase revolucionaria del ascenso de la burguesía al poder e iniciando el imperialismo expansionista francés en Europa. Marx intenta exponer cómo el golpe de estado dado por Luis Bonaparte, fue propiciado como resultado de la lucha de clases y las condiciones materiales que cada una de ellas defendía dada la situación política del momento. 
[4] Edward Emily Gibbon (8 de mayo de 1737 - 16 de enero de 1794) fue un historiador británico, considerado como el primer historiador moderno, y uno de los historiadores más influyentes de todos los tiempos. Su obra magna, The History of the Decline and Fall of the Roman Empire (Historia de la decadencia y caída del Imperio romano), publicada entre 1776 y 1788, es un trabajo fundamental cuya influencia perdura hasta hoy en día como hito metodológico en el estudio histórico para comprender la evolución historiográfica sobre este tema. La obra está, lógicamente, desfasada dado el estado actual de conocimientos, pero ello no le resta valor desde el punto de vista metodológico. 
[5] Temistio (en griego original, Θεμίστιος), (Paflagonia, c. 317 d. de C. – Constantinopla, c. 388), filósofo y escoliasta o exegeta griego de Platón y de Aristóteles, además de alto funcionario del Imperio Romano de Oriente. Hijo de filósofo, vivió en Constantinopla, donde fue profesor de filosofía en una de sus escuelas; aunque pagano, fue aceptado al servicio del Imperio, y llegó a ser senador en 355, procónsul en 358 y prefecto en 383. Viajó a Roma en 357 y en 376 y como filósofo sintió especial curiosidad por la ética. Han llegado a nosotros entre otras obras, 33 discursos suyos, 18 de ellos considerados "políticos", por lo más panegíricos imperiales, y los otros 15 "privados", esto es, conferencias, escritos polémicos y de circunstancias. Se han perdido sus paráfrasis a las Categorías, a los Analíticos primeros y a los Tópicos de Aristóteles. Sí se conservan sus comentarios al De Anima, De Caelo y la Física, obras todas también del Estagirita. La noticia dada por Focio en el siglo IX de un Temistio también comentador de Aristóteles y de Platón es dudosa. El haber adoptado el género de la paráfrasis comporta una mayor neutralidad y fidelidad al pensamiento de Aristóteles, por lo que, en una época dominada por el Neoplatonismo, se le considera un aristotélico o peripatético muy puro. Se ha discutido su plena autoría porque pudo recurrir en Constantinopla a otros comentarios ya desaparecidos e incluirlos sin señalar la procedencia en su texto. En todo caso, revisten una gran importancia e interés. 
[6] Temistio, Discursos Políticos. Editorial Gredos. Madrid. 2000. 
[7] Amiano Marcelino (en latín: Ammianus Marcellinus) fue el principal historiador romano que vivió y relató el proceso de decadencia y descomposición del Imperio romano durante el siglo IV. Se cree que nació entre el 330 y el 335, en una acaudalada familia de ascendencia griega asentada en Antioquía. Se definía a sí mismo como «un soldado y un griego», pues estaba orgulloso de su origen y de su paso por el ejército en los aristocráticos Protectores Domestici. Comenzó a escribir su obra Rerum Gestarum Libri XXXI (llamada a menudo Historias) en la capital del Imperio, en principio como una continuación de las obras de Tácito, en prosa rítmica, algo notable teniendo en cuenta que el latín no era su lengua materna. Sus escritos concentran todos los acontecimientos ocurridos en el Imperio entre la ascensión al trono de Nerva en el año 96 y la muerte de Valente en la Batalla de Adrianópolis (378), recopilados en 31 volúmenes de los que se han perdido actualmente los 13 primeros. A resultas de ello, sólo se conocen los tomos finales, que narran la época comprendida entre 353 y 378. La obra, escrita en latín para facilitar su difusión (Amiano Marcelino hablaba y escribía normalmente en griego), le reportó gran fama en todo el Imperio, especialmente en Roma y Antioquía. En la misma ofrece un retrato de la realidad política y social en el bajo Imperio romano, su decadencia y las causas de ésta (achacadas por el autor a la dejadez, deshonor y hedonismo de la población) y la organización política y militar de numerosos pueblos bárbaros (incluidos los hunos y los visigodos). Así mismo, Amiano Marcelino deja entrever en sus obras las funestas consecuencias que la situación del momento traerían a Roma, como el saqueo de Alarico I que sobrevino dos décadas después de la probable muerte del historiador, el cual fue visto por los contemporáneos como el fin del mundo hasta entonces conocido. Amiano Marcelino era pagano y no tenía en gran aprecio al Cristianismo, por lo que es probable que su postura influyera en quienes vieron más tarde a esa religión como la causante de la caída de Roma, una idea que puso en aprietos incluso a San Agustín. Se ignora la fecha exacta de su muerte. El último año en el que se puede presuponer que seguía vivo es 391, pues nombra a Sexto Aurelio Víctor como prefecto de Roma, quien accedió ese año a dicho cargo. Posiblemente murió hacia el año 400 d. C. Su lugar como autor de referencia permaneció hasta el siglo VI, sumiéndose en el olvido durante la Edad Media. 
[8] Amiano Marcelino, Historias. Editorial Gredos. 2010. 
[9] Sinesio de Cirene (Griego: Συνέσιος; Cirene, c. 370 - Ptolemaida, 413 ó 14) fue un filósofo neoplatónico y clérigo griego, natural de la Pentápolis de Cirenaica, en la actual Libia. Rico aristócrata, fue discípulo de la filósofa alejandrina Hipatia y amigo del patriarca de Alejandría, Teófilo. En 409 ó 410 fue elegido obispo de Ptolemaida, cargo que aceptó con renuencia. Sinesio pertenecía a una de las familias más importantes de Cirene, que se decía descendiente de uno de los compañeros de Heracles. Educado inicialmente en la elocuencia, bebió de la tradición clásica a través de Aristóteles, Homero y Platón, sintiéndose heredero de Dión Crisóstomo. También iniciado en las ciencias, al ser Cirene patria de Teodoro y Eratóstenes, fue un apasionado de la caza, las armas y los ejercicios ecuestres, entretenimientos propios de la aristocracia tardorromana. Antes del 395 Sinesio residió durante tres o cuatro años en Alejandría. Allí conoció a Hipatia, filósofa neoplatónica e hija del matemático Teón, convirtiéndose en su alumno y discípulo. Se formó en astronomía, matemáticas y neoplatonismo, abarcando el amplio espectro que separa los extremos de la ciencia aplicada y la metafísica. Concluidos sus estudios, Sinesio viajó a Atenas, pero tanto la propia ciudad como su activa escuela neoplatónica le decepcionaron profundamente. De regreso a Cirene, en el año 399 sus conciudadanos le encomendaron encabezar una embajada para solicitar al emperador que redujera los impuestos exigidos a la Pentápolis. Para cumplir su cometido, Sinesio se desplazó a Constantinopla, donde permaneció tres años. En el discurso Acerca de la realeza, pronunciado ante el emperador Arcadio, criticó el abuso de poder y la corrupción, así como el hecho de que la defensa de las fronteras se encomendara a germanos, a los que Sinesio consideraba bárbaros. En el año 402 volvió con éxito: había logrado una rebaja significativa en los tributos. Se desplazó a Alejandría, donde se casó con una cristiana, perteneciente a la nobleza de la ciudad. El patriarca Teófilo de Alejandría casó personalmente a la pareja. De vuelta a Cirene, se implicó personalmente en la defensa de las fronteras, construyendo un nuevo modelo de catapulta y reforzando las fortificaciones. A finales de 409, o en 410, en agradecimiento por los servicios prestados, el clero y el pueblo de Ptolemaida le eligieron como su obispo. Sinesio se resistió a aceptar el cargo, pero acabó asumiéndolo en 411, no sin antes exponer ante el patriarca Teófilo sus condiciones: no renunciaría a su matrimonio ni a sus convicciones filosóficas, que le impedían aceptar algunas creencias comunes. A juicio de Quasten, hasta el final de sus días Sinesio siguió siendo «más platónico que cristiano, como lo revelan sus escritos». Con todo, a partir de su nombramiento como obispo no vuelve a hacer referencia a su mujer en sus cartas, por lo que algunos investigadores sospechan que el patriarca le obligó a renunciar a su vida conyugal. Ya obispo, Sinesio utilizó su autoridad para defender a sus compatriotas de los ataques de las tribus del desierto y de los abusos de Andrónico, un alto funcionario del gobierno que llevaba años oprimiendo a la población; Sinesio pronunció contra él la primera excomunión solemne de la que se tiene noticia. A pesar de la prudencia y buen criterio que demostró como obispo, los últimos años de Sinesio fueron muy amargos. Su hermano se vio forzado a huir para evitar ser nombrado decurión, cargo que suponía la ruina económica del interesado, obligado a responder con sus bienes por la recaudación de impuestos. En el año 413, tras perder a sus tres hijos, escribió a su maestra Hipatia que había sufrido «tantos infortunios como es capaz de sufrir un hombre», y le reprochó que ni ella ni sus amigos de Alejandría hubieran respondido a sus cartas. Ese mismo año, falleció, consumido por el recuerdo de sus hijos muertos. Las obras de Sinesio, "obispo filósofo", dan fe de su esfuerzo por conciliar los dogmas cristianos y la filosofía neoplatónica. Se aprecian también en sus tratados ideas gnósticas y herméticas. Sinesio enfatiza el carácter trascendente de Dios y su unidad absoluta, que no resulta incompatible con la Trinidad, por ser ésta "interna a la unidad". Dentro de la unidad divina, el Padre engendra al Espíritu Santo y ambos al Hijo. Sólo a través del mito puede el hombre columbrar a Dios y comprender la naturaleza del alma, que se encuentra atrapada en la materia (opuesta a Dios) y anhela regresar a la patria celeste, de la que procede. 
[10] De Cirene, SInesio. Cartas. Editorial Gredos. Madrid. 1995. 
[11] http://www.elmundo.es/internacional/2015/08/19/55d37ab622601d3a318b4594.html 
[12] Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana y Borrás, más conocido como George Santayana (Madrid, 16 de diciembre de 1863 – Roma, 26 de septiembre de 1952), fue un filósofo, ensayista, poeta y novelista hispano-estadounidense.